Detrás de las ventanillas tintadas de una limusina la realidad se percibe lejos, difusa, incomprensible, como si se tratara del futuro o hasta de un pasado anacrónico. Las ventanillas son estrechas, de formato panorámico, y a menudo se confunden con las pantallas virtuales que pueblan el interior y que proporcionan afluentes de números, datos, teorías y conjeturas sobre los nanosegundos, el mercado libre o el capital cyborg. En ese mundo abstracto y atemporal vive el protagonista de Cosmópolis (David Cronenberg, 2012), recluido en el cóncavo vientre de su vehículo autónomo, su nave espacial. ¿Dónde va a encontrar Eric Packer la materia por la que discurre el presente? ¿Cómo saber qué ocurre en la calle desde la perspectiva ingrávida de los mercados de capital? “Los números corren, el dinero crea el tiempo. Solía ser al revés, el tiempo aceleró el triunfo del capitalismo. (…) El presente es difícil de encontrar. Ha sido eliminado para abrirle camino al futuro, el mercado sin control es un gran potencial para invertir. Y el futuro se hace inexistente”.
La realidad ha sido
destruida por el capitalismo, o al menos lo que entendíamos como realidad. El tiempo es ahora de su estricto dominio, pues han conseguido abstraerlo de
su curso original hacia un presente infinito y perfecto, sin esperanza, sin
futuro, sin mañana. Extrañamiento del mundo y de nuestra imposible relación con él. Nada
puede ser desde entonces humano, ni siquiera los seres humanos que deambulan
por la película como fantasmas de otra época, como miembros de aquel convite de
sombras llamado El año pasado en
Marienbad (L’année dernier à
Marienbad, Alain Resnais; 1961) al que nos recuerda tanto. Destruyendo el
futuro esperanzado se anula la capacidad de soñar, de amar, de imaginar. Sobran
así las transiciones, los gestos gratuitos; el cine, en su versión corporativa,
plenamente capitalista como la interpreta David Cronenberg, es una sucesión de conversaciones
densas y científicas dirigida hacia su propia colisión. A bordo de esa limusina
que parece no llegar nunca a su destino, el tiempo es un valor inalterable,
inhabitable y superfluo.
Durante la escena del
almuerzo en la cafetería, cuando marido y mujer eventuales conversan sin
escucharse frente a un aperitivo, dos hombres aparecen lanzando ratas muertas a
los clientes. Una enorme pantalla proclama en la calle el gobierno de un
espectro, “el espectro del capitalismo”
mientras una rata gigante se pasea por las avenidas. Parecen secuencias
extraídas de Existenz (1999), la obra
donde Cronenberg exploró su terror a una virtualidad fuera de control que
sustituya a la realidad. El miedo a no poder distinguir lo real de lo ficticio,
como le ocurría al antihéroe de Spider
(2002) aunque también, en mayor o menor medida, a todos sus antihéroes, es el universo madre de Cosmópolis.
Su joven protagonista, propietario de una inimaginable fortuna virtual, habitante solitario de
esa limusina matriz que le acuna y le arrulla en su cavidad interior, recorre la
película sin moverse por sus espacios, permanentemente estático, despegado del
resto de la humanidad. Vaga como un alienígena en busca de sensaciones que le demuestren
su naturaleza, tras un deseo sexual insatisfecho de completitud que intenta saciar a
través de la adquisición de objetos y obras de arte, como hacía Charles Foster
Kane; a través del sexo incompleto, de la frustrada posesión de su esposa
inmaculada, de la violencia, de la violencia autoinfligida, de la tecnología. Por momentos, Eric
Packer es el personaje de Cronenberg que ha conseguido superar con más éxito su
condición humana y traspasar las barreras de la identidad individual. Pero en ese
contexto paralelo que se ha creado solo descubre el vacío de su propia perfección.
“Somos personas del mundo. Necesitamos
comer y hablar” le dice a su esposa en un intento desesperado por entrar en
contacto con ella. Desde la primera vez que le vemos, en la secuencia inaugural
de Cosmópolis, Packer ya ha decidido su autodestrucción, pues ese trayecto hacia su vieja barbería supone un viaje
hacia atrás, hacia el pasado que él mismo había eliminado de la realidad.
Al final, la perfección del sistema
conduce inevitablemente a su hecatombe, la que ahora mismo centra nuestro debate social. Por eso parece
increíble que Cosmópolis fuera
escrita, predicha casi, por Don DeLillo hace diez años, cuando solo se comenzaba a
intuir la catástrofe que se cernía sobre nuestro sistema. Solo Cronenberg
podía adaptar con esta fidelidad el espíritu paranoico e intelectual del
escritor neoyorquino. Y lo hace atrapando el espectro que sobrevuela la novela,
la acechanza del capitalismo global, de la dictadura del nanosegundo, para
aplicarla a la precisa construcción de la puesta en escena y de su imposible
trama. Una simulación de película que trata de advertirnos de su naturaleza desde
los títulos de crédito donde las pinceladas superpuestas de Jackson Pollock
imitan, de alguna manera, la superposición formal de diálogos e imagen,
contenido y forma, intelectualismo y narrativa, desarrollados por el cineasta para iluminar la silueta misteriosa, aterradora,
del espectro.
Cosmópolis.
Director: David
Cronenberg. Guionista: David
Cronenberg, basado en al novela de Don DeLillo. Intérpretes: Robert Pattinson, Paul Giamatti, Juliette Binoche,
Samantha Morton, Mathieu Amalric. 108 minutos. Canadá/Francia/Portugal/Italia,
2012.