No es fácil
presentar al francés Bertrand Bonello, un cineasta desconocido en España porque
hasta este año, hasta Casa de
tolerancia (L’apollonide,
2011), su filmografía estaba inédita en las salas de nuestro país. No es fácil
presentarle, de todos modos, porque su cine visceral, sinuoso, de clara
disposición hermética, rehuye los comentarios rectos, cortados según el patrón.
Tendríamos que explicar primero que Bonello ha sido músico antes que cineasta y
que su esposa es la directora de fotografía de sus films. Entre ambos, estrecha
pareja creativa, proporcionan a cada película el valor de una sinfonía,
una composición artística de notas y acordes, de luces y sombras
intercaladas en el seno de una ficción. Sus obras son humo, fragancia, tacto,
conjunto de sensaciones consolidadas en el arte unificador del tiempo y del
espacio. Un cine a menudo desconcertante porque su tema narrativo funciona
de tema rítmico, de motivo conceptual para ligar variaciones de música, de
tiempo, rostros, cuerpos, diálogos, referencias ajenas y propias.
Bonello juega
–porque eso hace, juega– con las imágenes y los personajes que componen sus
films; manipula sus formas expresivas hasta que el resultado no se parece a nada anterior.
Sus films, de hecho, no se parecen a ningún otro. Es vano compararlos a los de
Luis Buñuel, a los de Mizoguchi o a cualquier director con cierto grado de
proximidad, porque también en sus referencias, en la combinación de
originalidad y copia, pasado y presente, realidad y sueño, luz y oscuridad, es donde
reside el efecto final de su obra. Casa
de tolerancia no emite ningún comentario unidireccional sobre el tema de la
prostitución y la situación de la mujer. Está rodada como si se tratra de una casa de
muñecas manejada por el director, que mueve a sus marionetas sin vida, sus
prostitutas recluidas en ese espacio cerrado, para observarlas con ánimo de entomólogo. Justamente el mismo capricho del personaje protagonista de Tiresia (2003), quien secuestraba a una
prostituta con el fin de admirarla cada día en exclusividad.
Las mujeres que
habitan esa “casa de tolerancia” son figuraciones del deseo masculino, del
deseo del cineasta, que se reserva un pequeño papel como invitado a una orgía
perversa de mujeres únicas, señaladas por alguna cicatriz en su aspecto físico. La obsesión de
Bonello por el sexo señala su filmografía desde Le pornographe (2001), lúcido ajuste de cuentas con la generación
de mayo del 68 y las sombras dejadas por su fracaso. Desde entonces, abundan en su cine los
hombres que persiguen la realización del placer a costa de la perversión, como
el director pornográfico de aquella o el también director convertido a una secta en De la guerre (2008). La consecución del
placer deseado y realizado por los sentidos enlaza así en sus películas la admiración de la belleza, por un lado, y
la convivencia con la sordidez, por el otro. Extremos opuestos de una misma
cuerda.
En Casa de tolerancia de nuevo resalta esa
ambigüedad incómoda que alcanzan sus imágenes. Las prostitutas de la mansión
viven rodeadas de un entorno sublime que estimula todo tipo de fantasías y
proposiciones sensuales. Nunca vemos, por el contrario, las escenas gráficas de
sexo ni los instantes dolorosos en sus vidas, sino resquicios de tramas
imperfectas, retazos de perfume saturado que oculta, como en los cuellos de las
chicas, el olor asfixiante del laberinto de la mansión. Cuando la chica más joven de la casa abandona el espacio para regresar a
su hogar, su cuerpo desaparece de la película sin despedirse pues rebasa los
márgenes de observación del director, su teatro de muñecas enfermizas, pálidas, sus muñecas rotas.
Durante la última
escena del film tendrá lugar en la casa una fiesta de máscaras que, curiosamente, libera por una noche a las chicas de su máscara cotidiana. Las formas han cambiado
desde los tiempos de Casa de tolerancia, pero el rastro de su enfermedad contagiosa, de la sífilis que obliga a cerrar la
mansión o del esperma que se derrama finalmente por sus lagrimales, pervive hasta nuestros días como dicta la secuencia final de ambiente contemporáneo. Mientras
sus clientes utilizan la máscara para ocultar su
identidad real, las chicas arrastran grabada la suya como lacra que las aparta del
resto de ciudadanos: una sonrisa sardónica esculpida en su rostro con el filo
de un cuchillo punzante.
L’apollonide.
Director y guionista: Bertrand
Bonello. Intérpretes: Noémie Lvovsky,
Hafsia Herzi, Céline Sallette, Jasmine Trinca, Iliana Zabeth. 120 minutos. Francia,
2011.
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