Hablemos ahora de la segunda
obra que ha centralizado los círculos de la polémica durante el pasado verano
cinematográfico. Hablemos, pues, del Prometheus
(2012) de Ridley Scott estrenado con calculada distancia de El caballero oscuro: la leyenda renace
(The Dark Knight rises, 2012) de Christopher Nolan: dos buques insignia de la industria
norteamericana que han logrado reconciliar a crítica y público –lo que ya es difícil– en la
baja calidad de sus respectivos guiones. A partir de ahí lo demás ha sido
controversia, disparidad de opiniones incapaces de lograr un consenso crítico entre
aquellos embarcados en salvarlas y aquellos dispuestos a defenestrarlas con auténtica
saña. Transcurridas desde entonces algunas semanas, ¿podríamos extraer alguna conclusión parcial? Pues desde mi punto de vista, que la mera existencia
de la trifulca demostraría sin más dilación el fracaso de ambas, sobre todo a la vista de sus
tremendas ambiciones.
Para narrar el origen
de la criatura protagonista de Alien, el
octavo pasajero (1979), Ridley Scott y el guionista Damon Lindelof han
tenido que recurrir a una historia sobre el encuentro con el creador de la raza
humana mediante señales enterradas en las civilizaciones primitivas: dibujos
de un remoto sistema planetario donde puede habitar la respuesta a todas las preguntas
o el nido de todos los horrores intuidos en la fértil imaginación de Joseph
Conrad. Y por el momento, se adelanta la segunda posibilidad, pero dicho con
precaución, ya que Prometheus se niega
a cerrar su relato. En su lucha contra la piratería y las nuevas series
televisivas, Hollywood no solo ha rescatado la técnica del 3d para amenizar las
salas, sino también el serial cinematográfico de su edad dorada.
Hasta que Lindelof y Scott terminen su trabajo, será necesario retrasar conclusiones precipitadas, pues aparte de su estructura seriada, aún faltarían por ver quince minutos de metraje reservados al mercado del DVD, el famoso montaje del director que Scott ha convertido en tradición y enseña personal de su estilo. Si sumamos entonces las malas artes del cineasta británico a la chistera inagotable de trucos de su polémico socio, Prometheus debe más a la serie Perdidos (Lost, 2004-2010) que al modelo de Alien, el octavo pasajero. Al menos, utiliza todos los recursos exhibidos por este para extender en el tiempo una historia muy básica, a saber: personajes interrumpidos en el instante de confesarse, subtramas irrelevantes, preguntas equivocadas, intérpretes trampa -en este caso el anciano Weyland-, cuentas atrás que aceleran los hechos… en fin.
La película responde a
un par de cuestiones heredadas de la narración original pero también inaugura
un surtido de interrogantes que serían explicados a lo largo de la trilogía; cuestiones
fundamentales para comprender su sentido final. Ha desarrollado Lindelof –y además con
éxito– una desconcertante teoría según la cual los espectadores deben rogar las respuestas
para comprender el proyecto en vez de lo contrario, máxime cuando es él quien
debería explicar las máquinas curativas solo para hombres, los bruscos cambios
de humor de los personajes, los geólogos que se pierden en su propio mapa o los
biólogos que examinan un ente desconocido como turistas en un zoo, entre
otras muchas cosas.
Esperemos, por tanto, a la resolución del misterio, pero con la aventuranza probable sobre el futuro de la saga. Apostemos desde hoy a que no faltarán dos fuerzas que representen el bien y el mal, la creación y la destrucción en el origen del universo. En el cine americano, el envoltorio tecnológico del producto nunca ha sido óbice para contradecir las teorías científicas de pleno consenso. Ocurre nada más empezar, con el bello prólogo que nos remite al mito prometeico pero también a una visión creacionista del origen de la humanidad que –espero y confío– se deba a su ignorancia en temas de ADN, como corrobora más adelante otra vergonzosa secuencia científica.
Porque razones para desconfiar las hay en abundancia. Dejando al margen la pintura del Alien
crucificado –que podría considerarse un homenaje a su creador–, resulta como
mínimo preocupante la descripción de los dos científicos. Cuando los tripulantes de la nave le preguntan a la chica cuáles son sus
pruebas para aguardar un encuentro trascendente, ella responde con
un austero “porque yo elijo creer”. El personaje que encarnaría -supuestamente- la razón dentro de
la nave exhibe también una fe irracional (¡!) en la religión cristiana. A pesar
del horror que ha presenciado en su primera aventura, la chica se despide con la cruz católica al
cuello y la esperanza en el aire de hallar un sentido satisfactorio a su
existencia en el universo.
Habrá, como ella, quien elija creer y confiar en esta nueva saga de Prometheus y en el talento de sus creadores. Aunque el de Ridley Scott ya es solo asunto de fe, pues cualquier comparación con la primera Alien, el octavo pasajero se dirime absolutamente en su contra. El trabajo de puesta en escena demuestra un talento evidente para la composición formal, pero también una enorme frialdad que entorpece la creación de la atmósfera. Los constantes y buscados paralelismos con el original –conversaciones laborales, personajes análogos, la inoculación del monstruo, el androide, su primer epílogo– sirven nada más que para subrayar su apuesta fallida. En el fondo todos queremos creer, pero a veces necesitamos pruebas.
Prometheus. Director: Ridley Scott. Guionistas: Damon Lindelof y John Spaihts. Intérpretes: Noomi Rapace, Michael Fassbender, Charlize Theron, Idris Elba, Guy Pearce. 123 minutos. Estados Unidos, 2012.
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