Segregan las imágenes
de Terence Davies un brillo especial que las identifica, un fulgor único,
febril, que parece alumbrarse para nosotros durante unos segundos afortunados
antes de esfumarse para siempre en los infiernos del recuerdo. Sus planos
poseen el resplandor de lo efímero y lo
extraordinario; son llamas tenues, exquisitas, nacidas para apagarse en el próximo parpadeo. Cuando Davies filma entre brumas británicas y noches de perros a
esa mujer de vestido rojo que recorre sola las calles de su ciudad, se
convoca en la imagen la perseverancia emocional de la memoria en su aspecto más
vulnerable. El cine no es un sueño como diría Edgar Morin, sino una hoja de
calco que aspira a impresionar el recuerdo sobre las luces y las sombras de la
película.
Me refiero siempre a
las imágenes de Terence Davies, y no a las películas que componen su
filmografía, porque el mundo reflejado en su cine es solo uno, sin fronteras,
que se expande en sigilosos recovecos cada vez nuevos y a la vez familiares. No
existe diferencia alguna entre El largo
día acaba (The long day closes,
1992) o este The deep blue sea
(2012). Las dos habitan el mismo universo fantasmal de la memoria revelada.
Davies ha tenido la maestría de recrear en su primera época la Inglaterra de
su niñez, de la violencia de su padre, del calor de los pubs, de la fortaleza matriarcal de su
familia. Y una vez satisfecho con ese imaginario, ha podido ampliarlo a través
de textos ajenos y personajes autónomos integrados en su
estilo de madurez. Su filmografía compone por tanto una solitaria, gran película,
seccionada en varias que se miran, que se lanzan reflejos entre un corpus insaciable
de imágenes.
Si su última obra, La casa de la alegría (House of mirth, 2000), terminaba con el
suicidio de una mujer, The deep blue sea
comienza con la salvación de otra al borde de la muerte por inhalación
voluntaria de gas. La hemos visto preparar su adiós con minuciosa frialdad,
tenderse en el suelo al calor de las mantas y recordar, como suelen hacer los
personajes de Davies, el fin de una historia incompleta. Pero la época ya no
son los primeros años del siglo veinte, sino la inmediata posguerra, y la
escasez de gas en la chimenea, junto a las sospechas de la dueña de la pensión,
le impiden que consuma su acto: la devuelven a la vida. Un espectro vestido de
rojo, resucitada entre las calles provincianas, de tenues farolas, por las que
pasea su deseo solitario, imposible de corresponder.
Esta Hester Collyer de
Rachel Weisz supone la sublimación de las heroínas románticas en el cine de
Davies, de la tia Mae de La Biblia de neón
(The Neon Bible, 1995) a la Lily Bart
de La casa de la alegría. Mujeres que
exceden las normas represivas de la sociedad mediante su clamoroso deseo, su
capacidad de sentir y de vivir en profundidad sus emociones. Por tanto solas,
atrapadas entre el instante de felicidad plena y los convencionalismos que le
siguen, entre el presente huidizo, inapresable, de luminosa intensidad, y lo
que viene después: la vida, la espera, el recuerdo. En La casa de la alegría su estética soleada contrastaba con cierto sarcasmo
la oscuridad interna de una sociedad eminentemente cruel que aprisionaba a la
protagonista. Era una maqueta sin vida, sin alma. En The deep blue sea ocurre lo contrario, una coreografía de sombras y
claroscuros más o menos poderosos donde el brillo vulnerable pero virulento de
Hester Collyer irradia la fuerza de su amor a sus cuartos sin luz, sus pubs melancólicos o sus callejuelas de
bruma.
¿Qué nos queda en la
película de la obra adaptada? Mientras el texto escénico de Terence Rattigan
contaba apenas con un par de escenarios, sostenidos siempre por el ritmo del
diálogo, en The deep blue sea se
quiebra el centralismo umbilical del drama y se dispersa en un cúmulo de
imágenes rotas, de secuencias extemporáneas. Perviven diálogos, pocos, breves,
cargados de sincera emoción. Pervive el espíritu de la historia pero esta ha
sido transformada en recursos netamente cinematográficos. Como se ha dicho
desde todas las tribunas, la película es muy superior a la obra teatral, y
quizás una de las mejores adaptaciones literarias de los últimos tiempos. La
perfección del lenguaje que alcanza Terence Davies hace inútil, comprensible
pero inútil, tratar de expresarlo de nuevo en palabras. Porque sus planos
tienen ese brillo, ese fulgor de misterio indescriptible que podemos sentir,
por ejemplo, en el ceremonioso travelling
que, al ritmo del Molly Malone,
recorre los andenes del metro convertidos en refugio civil. Unos segundos de
espera que claman a la esencia del cine y que se hacen hueco para siempre
en nuestra atiborrada memoria de espectadores.
The
deep blue sea. Director:
Terence
Davies. Guionistas: Terence Davies,
basado en la obra de Terence Rattigan. Intérpretes: Rachel Weisz, Tom Hiddleston, Simon Russell Beale,
Ann Mitchell. 98 minutos. Reino Unido/Estados Unidos, 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario