martes, 9 de octubre de 2012

La vida y nada más





La historia del cine, y por extensión la historia del arte, nunca ha sido una sucesión de estilos alineados en orden cronológico. Gracias al trabajo de los estudios comparados se ha hecho patente que el canon occidental es solo uno de entre las múltiples manifestaciones artísticas alumbradas alrededor del globo. A la vez que en España, por ejemplo, estamos intentando superar las estructuras del teocentrismo cinematográfico y amoldarnos al nuevo género audiovisual, en un país como Rumanía siguen enredando con el cine moderno, y su relectura de unos mismos conceptos teóricos ha producido distintos resultados, francamente estimulantes, como Martes, después de Navidad (Marti, dupa Cracium, 2010), un drama dirigido por Radu Muntean que ganó el Premio a Mejor Película en el Festival Internacional de Cine de Gijón de 2010. 


Nos relata en ella Muntean el tiempo de tránsito en la vida de un hombre a punto de elegir entre su familia y su joven amante, que además es la dentista de la niña de ambos para más complicación. A través de un dispositivo de virtuosos planos secuencia, la película nos introduce en los agujeros de la historia, en una sucesión de instantes a primera vista intrascendentes en los que nada grave tiene lugar. Una conversación en la cama, una tarde de compras, un trayecto en coche, varios recados, olvidos, charlas, miradas, silencios rescatados de una apacible cotidianeidad de clase media que, de repente, y sin previo aviso, revienta hecha añicos durante la escena cumbre en la que el hombre se sincera finalmente con su mujer. En un segundo sin vuelta atrás, aquellos remanentes de tensión acumulados rebosan el límite y estallan en un plano secuencia de quince minutos que corona el derrumbe de su castillo de cartas.

Durante una hora de hipnótica normalidad, el espectador se había identificado con los problemas de unos personajes que se nos presentan desnudos, literalmente, exhibiendo una intimidad a veces engorrosa por su extrema indefensión. Muntean los observa impávido, a la distancia exacta para frustrar nuestro rápido juicio moral, y que así ninguno resulte censurable por su comportamiento diario. El conflicto doméstico a tres bandas no se podrá dirimir mediante una postura salomónica de buenos y malos. Durante ese espacio de tránsito que hemos compartido con ellos, esa suspensión resignada del valor crítico, el espectador se ha convertido en partícipe irrevocable de sus actos. Recae entonces sobre él la gravedad de la responsabilidad humana con sus fatídicas consecuencias, al igual que un personaje más. El voyeur se transforma en protagonista de una decisión que va a alterar su mundo para siempre. Y cuando eso se produce, cuando el orden labrado con los años se disloca, surge la sensación de que algo ha cambiado, y la impotencia de que nada podemos hacer para evitarlo.


Lo extraordinario de la película es su original perspectiva sobre un tema tan trillado como el divorcio y la disgregación familiar, generalmente propenso a la admonición discursiva. El nuevo realismo rumano, al contrario, ha incorporado a esta resurrección de la modernidad la precisión narrativa, la meticulosa observación fenomenológica de la realidad. Por sus planos se asoma la vida y nada más, evocada en su estado de esplendor y absurdo máximos. En la última escena, el matrimonio debe perpetuar los ritos navideños como representación ante su hija pequeña. Aunque carezcan para ellos de significado, aunque supongan una pausa previa al desmantelamiento de su familia, ambos repiten un teatro del vacío que transmite como en pocas ocasiones la sensación dolorosa de una pérdida. 

Un mundo debe desaparecer para que otro germine, ni mejor ni peor, simplemente distinto, nuevo, desconocido. El contraste irresoluble de sentimientos provoca así una colisión traumática en el seno del drama que nos afecta sin remisión. Antes hemos visto al protagonista pintando su nueva casa con un amigo, decorando ese hogar que habitará desde ahora con su compañera. Esperamos entonces algún gesto expresivo, alguna señal condenatoria o compasiva o redentora o afectuosa por parte del cineasta. Pero esta nunca llega. No hay juicio sobre nuestros actos. Estamos solos y ese obcecado silencio divino erige a Martes, después de Navidad en una experiencia sentida en su más aterradora amplitud. Prueba de ello es el sabor de confusión y vaga nostalgia que se adhiere a los espectadores una vez que termina la función, clausurada por los cantos navideños de los niños, que puntúan, con cruel ironía, el inevitable interrogante final.  

Marti, dupa Cracium. Director: Radu Muntean. Guionistas: Radu Muntean, Alexandru Baciu y Razvan Radulescu. Intérpretes: Mimi Branescu, Maria Popistasu, Mirela Oprisor, Dragos Bucur. 100 minutos. Rumanía, 2010.  


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