martes, 23 de octubre de 2012

Muñecas pálidas


No es fácil presentar al francés Bertrand Bonello, un cineasta desconocido en España porque hasta este año, hasta Casa de tolerancia (L’apollonide, 2011), su filmografía estaba inédita en las salas de nuestro país. No es fácil presentarle, de todos modos, porque su cine visceral, sinuoso, de clara disposición hermética, rehuye los comentarios rectos, cortados según el patrón. Tendríamos que explicar primero que Bonello ha sido músico antes que cineasta y que su esposa es la directora de fotografía de sus films. Entre ambos, estrecha pareja creativa, proporcionan a cada película el valor de una sinfonía, una composición artística de notas y acordes, de luces y sombras intercaladas en el seno de una ficción. Sus obras son humo, fragancia, tacto, conjunto de sensaciones consolidadas en el arte unificador del tiempo y del espacio. Un cine a menudo desconcertante porque su tema narrativo funciona de tema rítmico, de motivo conceptual para ligar variaciones de música, de tiempo, rostros, cuerpos, diálogos, referencias ajenas y propias.

Bonello juega –porque eso hace, juega– con las imágenes y los personajes que componen sus films; manipula sus formas expresivas hasta que el resultado no se parece a nada anterior. Sus films, de hecho, no se parecen a ningún otro. Es vano compararlos a los de Luis Buñuel, a los de Mizoguchi o a cualquier director con cierto grado de proximidad, porque también en sus referencias, en la combinación de originalidad y copia, pasado y presente, realidad y sueño, luz y oscuridad, es donde reside el efecto final de su obra. Casa de tolerancia no emite ningún comentario unidireccional sobre el tema de la prostitución y la situación de la mujer. Está rodada como si se tratra de una casa de muñecas manejada por el director, que mueve a sus marionetas sin vida, sus prostitutas recluidas en ese espacio cerrado, para observarlas con ánimo de entomólogo. Justamente el mismo capricho del personaje protagonista de Tiresia (2003), quien secuestraba a una prostituta con el fin de admirarla cada día en exclusividad.


Las mujeres que habitan esa “casa de tolerancia” son figuraciones del deseo masculino, del deseo del cineasta, que se reserva un pequeño papel como invitado a una orgía perversa de mujeres únicas, señaladas por alguna cicatriz en su aspecto físico. La obsesión de Bonello por el sexo señala su filmografía desde Le pornographe (2001), lúcido ajuste de cuentas con la generación de mayo del 68 y las sombras dejadas por su fracaso. Desde entonces, abundan en su cine los hombres que persiguen la realización del placer a costa de la perversión, como el director pornográfico de aquella o el también director convertido a una secta en De la guerre (2008). La consecución del placer deseado y realizado por los sentidos enlaza así en sus películas la admiración de la belleza, por un lado, y la convivencia con la sordidez, por el otro. Extremos opuestos de una misma cuerda.

En Casa de tolerancia de nuevo resalta esa ambigüedad incómoda que alcanzan sus imágenes. Las prostitutas de la mansión viven rodeadas de un entorno sublime que estimula todo tipo de fantasías y proposiciones sensuales. Nunca vemos, por el contrario, las escenas gráficas de sexo ni los instantes dolorosos en sus vidas, sino resquicios de tramas imperfectas, retazos de perfume saturado que oculta, como en los cuellos de las chicas, el olor asfixiante del laberinto de la mansión. Cuando la chica más joven de la casa abandona el espacio para regresar a su hogar, su cuerpo desaparece de la película sin despedirse pues rebasa los márgenes de observación del director, su teatro de muñecas enfermizas, pálidas, sus muñecas rotas.

Durante la última escena del film tendrá lugar en la casa una fiesta de máscaras que, curiosamente, libera por una noche a las chicas de su máscara cotidiana. Las formas han cambiado desde los tiempos de Casa de tolerancia, pero el rastro de su enfermedad contagiosa, de la sífilis que obliga a cerrar la mansión o del esperma que se derrama finalmente por sus lagrimales, pervive hasta nuestros días como dicta la secuencia final de ambiente contemporáneo. Mientras sus clientes utilizan la máscara para ocultar su identidad real, las chicas arrastran grabada la suya como lacra que las aparta del resto de ciudadanos: una sonrisa sardónica esculpida en su rostro con el filo de un cuchillo punzante. 


L’apollonide. Director y guionista: Bertrand Bonello. Intérpretes: Noémie Lvovsky, Hafsia Herzi, Céline Sallette, Jasmine Trinca, Iliana Zabeth. 120 minutos. Francia, 2011.

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