lunes, 31 de diciembre de 2012

La película del año



Holy motors (2012) de Leos Carax ha sido, sin lugar a dudas, la gran película del año 2012 así como El árbol de la vida (The tree of life, Terrence Malick; 2011) se erigió en el principal acontecimiento del pasado año 2011. En ambos casos sería legítimo discutir si estas han sido las mejores obras cinematográficas –este año compite con Davies, Haneke o Audiard, entre otros–, incluso discutir si son buenas películas en un sentido convencional de la bondad o maldad de un film, pero en ningún caso se puede discutir su extrema originalidad, su radicalismo estético, su multiplicidad de lecturas –en muchos casos opuestas y a la vez aceptables– o la voluntad de autodestrucción artística que guía a ambos cineastas. El hábitat de sus imágenes es, y será, la polémica. La indiferencia las repele, las vomita. Son casos excepcionales que, bajo la luz de la inmediatez, brillan ya como joyas destinadas a perdurar en el tiempo.

En la película de Leos Carax –de retorcida apariencia de lagarto– se produce una circunstancia muy especial de la que depende la confusión a priori que ha provocado entre numerosas audiencias. Su enigmático prólogo comienza con una sala de cine abarrotada por un público que duerme con sueño profundo; frente a ellos una película en blanco y negro con sonido de trenes, barcos y sirenas marítimas. Entonces cambiamos de espacio al dormitorio de un hombre que se despierta turbado. Tras un telón con forma de arboleda el hombre logrará abrir un pasadizo que le conduce hasta aquel mismo cine, como un espectador sorprendido de los propios espectadores. Justo en este instante, si ese hombre no es identificado por el público, Holy motors iniciaría su andadura de ficciones y disfraces de manera brusca, a contramano de su receptor. Comenzaría la jornada maratoniana de Denis Lavant en la que destacarían, de todas formas –como tabla de salvación–, las diversas reflexiones sobre la muerte del cine, las transformaciones de la cultura audiovisual o el repaso, entre nostálgico y fascinante, por todos los géneros cinematográficos.

Por el contrario, puede ocurrir que dicho actor sea reconocido por el público de la película y entonces resulte ser el propio Leos Carax, su director, que se despierta en mitad de la noche como en una pesadilla de espectadores somnolientos y pantallas solitarias. Puesto que es él, con la llave de su propio dedo, quien abre aquel pasadizo tras la arboleda, el film se convertiría en un suceso privado, un sueño o un recuerdo del propio cineasta. Si, en adición a esto, dicho público está al corriente de su filmografía y de las circunstancias que lo han tenido alejado del cine desde 1998, la impenetrabilidad de Holy motors comenzaría a traslucir sus motivaciones secretas y surgiría la autobiografía fílmica del cineasta mediante un cúmulo de películas posibles que nunca podrán realizarse, reducidas todas a episodios imperfectos, incomprensibles, por las calles de París.


Desde esa perspectiva integral –fusionados el individuo y su contexto histórico–, la primera parte de Holy motors supondría una repetición de los estereotipos asociados a su cine. La mendiga jorobada que nos recuerda a Los amantes del Pont-Neuf (Les amants du Pont-Neuf, 1991), la recreación virtual de aquel plano de Lavant corriendo por París en Mala sangre (Mauvais sang, 1986), incluso la escena de sexo virtual donde el realismo del séptimo arte es sepultado por la informática; el señor Merde de su cortometraje Tokyo! (2008) trasladado a las cloacas parisinas seguido de la escena clave del padre que castiga a su hija con ser ella, vivir consigo misma, perdida para siempre la magia, la imaginación, la originalidad asociadas con el ejercicio artístico.  

A partir de entonces, y tras un poderoso entreacto musical, la película se convierte en una sucesión de suicidios y asesinatos autoconscientes desde la red del género. Si el actor fallece en cama, disfrazado como un anciano -mismo pijama que el cineasta vestía en su prólogo-, tanto él como su nieta resultan ser intérpretes que deben irse rápido para llegar a otra función. Si se trata de un asesinato, Lavant encarna hasta en dos ocasiones al criminal y a la víctima, en la segunda de ellas intercambiados en sus papeles de villano y mártir. La segunda parte de Holy motors arranca ya de noche, cuando solo nos queda presenciar la agonía del que fuera cineasta imprescindible durante la década de los años ochenta. En el episodio más extenso de todo el film, Lavant vivirá el reencuentro con una antigua amante –también actriz para que la representación de nuevo sea doble– que canta como en un film de Jacques Demy tras aceptar su final trágico bajo la sombra del Pont-Neuf al fondo de la imagen.

Las lecturas posibles de Holy motors podrían continuarse así hasta el infinito. Podrían existir tantas como espectadores tenga una sala, pues aparte de esta sencilla hoja de ruta, el film reúne un cúmulo de referencias cinematográficas que van desde el ya citado Demy hasta el cine -y la actriz- de Georges Franju. El cineasta del amor –tema al que había dedicado sus cuatro films previos– y de la cinefilia –capaz de citar aún a la energía primitiva del mudo– nos está diciendo a su manera que el amor ha huido de su existencia y ahora es el cine el que absorbe por completo su pensamiento. Pero un cine agonizante, analógico, desligado de su público a raíz de las nuevas pantallas digitales. Aquellos que hubieran esperado el regreso de Carax con una nueva fuente de inspiración se han encontrado con su reverso: un artista mortecino con la vista fija en el pasado. Y es que a pesar del vigor estético que traslucen sus imágenes, Holy motors está surcado por una brecha de pesimismo noctámbulo; sus devaneos parisienses en limusina simularían la pesadilla de un cineasta al que se le ha permitido filmar el resplandor de su obra. Mientras él está ocupado en preparar su funeral, resurge entre sus planos la imaginación prodigiosa de un maestro del cine que solo necesitaría encontrar de nuevo a su público para encontrarse de nuevo a sí mismo.

Holy motors. Director y guionista: Leos Carax. Intérpretes: Denis Lavant, Edith Scob, Kylie Minogue, Michel Piccoli, Eva Mendes, Jean-François Balmer, Big John, François Rimbau. 115 minutos. Francia, 2012. 



viernes, 28 de diciembre de 2012

Tal vez



Varias veces lo he intentado. He probado a mirarla desde ángulos distintos, con diversas metodologías pero siempre sin éxito. La única manera de escribir sobre Salvajes (Savages, 2012) de Oliver Stone es haciendo referencia a su desconcertante final, que cambia de forma repentina la dirección de la película, que quiebra su entramado narrativo, que bien podría conformar el final absoluto de la obra de Stone. Un final problemático, y no importa si proviene de la novela original –escrita por Don Winslow, también guionista de esta– o del propio Stone, pues las consecuencias de su osadía afectan a todos los niveles del film. Este post, queda así aclarado, va a suponer un inevitable spoiler para aquellos que aún no hayan visto Salvajes, estrenada fuera de concurso en el pasado Festival de San Sebastián.

Lo cierto es que hasta ese preciso momento, después de dos horas de alta tensión y excentricidad, la película era un correcto thriller stoniano, y valga el adjetivo para el cineasta como para la música de los Rolling Stones. Muy americano, o sea muy yanqui, poderoso, excesivo, sexy, violento, espídico, superficial. Su cámara seductora serpentea sin descanso entre hippies de cuerpos escultóricos, sicarios de los cárteles o traficantes de marihuana; la tragedia se mezcla con su parodia. Es el tipo de film que le podríamos pedir a Stone desde hace una década, a medio camino entre lo meramente anecdótico y lo trascendental, fiel reflejo de un mundo artístico gobernado por la contradicción. 

Al menos en ese punto es sincero el cineasta como lo vuelve a demostrar en Salvajes. Por ello elige la dulce voz de Blake Lively para avisarnos de que esa contradicción será parte viva del film. “Que yo os cuente esta historia no significa que vaya a terminarla con vida. Podría haberla grabado y hablaros ahora desde el fondo del océano”. Ninguna precaución es poca cuando Oliver Stone presenta así una película y, no obstante, quién hubiera imaginado que nuestra narradora, hasta entonces fidedigna, iba a ser capaz de alterar su relato de forma semejante. Cuando llega el instante cumbre de la película, Stone decide ofrecernos primero un final trágico, de efecto catártico, y a continuación -tras un rebobinado de cinta maquiavélico-, un segundo final que niega el anterior para sustituirlo por un enfoque cínico en el que todos, de una u otra manera, salen libres o ilesos. Dos finales sucesivos, los dos inverosímiles, que invalidan cualquier discurso previo. A pesar de lo que hemos visto -porque él nos lo ha ofrecido-, “la verdad tiene mente propia” nos dice el cineasta. Y el arte se postra de rodillas ante una realidad desoladora, disuasiva e indolente.

Escribía antes que el final de Salvajes podría ser el final de toda la obra de Stone porque este agujero negro implica una dejadez, un desencanto personal que le incapacitan para ejercer su tarea. Pues renuncia a la responsabilidad del relato, llevando la trama hasta sus últimas consecuencias narrativas, Stone claudica, capitula en su lucha creativa contra la realidad. Su reciente visita a San Sebastián para recoger el Premio Donostia dejó varios comentarios sobre la jubilación, la belleza de la ciudad, la comida o las mujeres. Y quizás estos sean los temas que ahora colman la atención del cineasta, pues de hecho coinciden con el final “definitivo” de este Salvajes. Sus tres protagonistas saldrán con vida del conflicto para retirarse tranquilos a una isla paradisíaca desde la que olvidar el pasado, lejos de la violencia, la corrupción y el sufrimiento. “Un día, tal vez, regresaremos” dice la voz de la narradora. Un día, tal vez, regrese Oliver Stone al cine, así que tendremos que esperarle pacientes, tal vez.   

Savages. Director: Oliver Stone. Guionistas: Shane Salerno, Don Winslow y Oliver Stone. Intérpretes: Taylor Kitsch, Blake Lively, Aaron Johnson, John Travolta, Benicio del Toro, Salma Hayek. 130 minutos. Estados Unidos, 2012. 




lunes, 24 de diciembre de 2012

La ambigüedad de la imagen (yIII): Realidad o fantasía





El carácter fantástico o realista de Ondine está construido desde la exclusiva composición del plano, sin presencia alguna de efectos visuales ni de retoques digitales en la imagen. Su director, Neil Jordan, recurre a menudo a variar los elementos dentro de un mismo cuadro para que su lectura cambie de forma automática. Una silueta oscura frente al mar o un hombre con una navaja. Un paisaje idílico de Irlanda o una cala de pescadores con barcas varadas. Una selkie en su elemento natural o una mujer que toma el sol en la costa. La libertad del cineasta convierte a Ondine en un pequeño experimento sobre la ambigüedad del séptimo arte, la ambigüedad de la percepción humana.











Ondine. Director y guionista: Neil Jordan. Intérpretes: Colin Farrell, Alicja Bachleda-Curus, Stephen Rea, Tony Curran, Dervla Kirwan. 111 minutos. Estados Unidos/Irlanda, 2009.