martes, 26 de febrero de 2013

Una triste carcajada ("Killer Joe")




La película comienza bajo un aguacero torrencial, insaciable. Las llamas que se elevan de un bidón alumbran la silueta de un gato negro que cruza. Llega entonces un extraño que es recibido por los ladridos del perro guardián. Golpea la puerta con urgencia, grita y golpea la puerta sin que nadie acuda para responder a su llamada. La lluvia arrecia. Se trata de Killer Joe (2010), la última película de William Friedkin –aún sin distribución en nuestro país–, que recibe a su público con una clara advertencia para extraños y turistas. En cuanto esa puerta se abra nada podrá detener una cadena de catástrofes rodeadas de sexo, violencia brutal, dolor y sufrimiento. Una comedia del director de El exorcista (The exorcist, 1973) y The french connection (1971). Un perfecto regalo envenenado.

Desde hace unos años, se ha hecho consciente Friedkin de la pérdida irremediable de aquel realismo hosco que le hizo grande. Basta ya de intentarlo más. Tampoco puede esperar que le ofrezcan esos guiones que no ha recibido durante los últimos treinta años. A nadie le interesa demasiado su carrera –para qué negarlo– porque siempre ha sido un cineasta incómodo en Hollywood, hasta en los tiempos en que el éxito de taquilla estaba de su parte. Por ello su único resquicio ha sido empezar de cero en el cine independiente suburbial, reinventándose a sí mismo desde las raíces de su vocación creativa. En concreto, adaptando obras de teatro –sin riesgo económico alguno–, con las que está dispuesto a recuperar su fama como el director que fue: el director de la oscuridad, del lado más tenebroso, más sucio y sórdido del ser humano. El maestro hostil.

Sus dos últimas películas podrían considerarse la venganza del hijo pródigo norteamericano que no espera fiestas ni abrazos a su regreso. Algo de eso había empezado a gestarse en The hunted (2003), película en la que el camuflaje del cine de acción era usado para apuntar hacia las contradicciones del patriotismo yanqui. En el fondo, una obra insatisfactoria si la comparamos con los dos últimos exabruptos perpetrados en colaboración con el guionista Tracy Letts, su alma gemela. Sin concisiones hacia el buen gusto –las pocas que pudiera tener antes–, sin escrúpulo ninguno como cineasta, tanto Bug (2006) como Killer Joe dibujan una sociedad enferma y enfermiza, estomagante, absurda, disfuncional. Por sus imágenes desfilan en sucesión sádicos, asesinos, excombatientes trastornados, pervertidos, violadores, mafiosos y otros monstruos, dignos sucesores de aquel diablo que decidiera tomar por suya a una niña neoyorquina allá en los años setenta.

Al igual que ocurría con Francis Ford Coppola –con el que Friedkin comparte una situación muy similar–, hasta hoy conocíamos sus grandes películas y también las malas, aquellos encargos asumidos como medio de supervivencia. Sin embargo ahora, en esta última etapa, ambos han resuelto abrir una tercera vía, la de las películas posibles. Killer Joe quizás no sea una obra maestra. Quizás no haga ninguna más. De hecho, parece dirigida por un estudiante de cine tan audaz como perturbado, nunca por un veterano galardonado con varios Oscars de la Academia. Killer Joe es una sátira perversa, muy perversa, con muy mala hostia. Se viola en ella a una chica retrasada. Tiene lugar una felación a un muslito de pollo. Y todo concluye en una cena familiar, organizada por un psicópata, en la que cada plano respira una sospecha de homicidio. Un sentido del humor muy personal el de William Friedkin y que a los críticos más serios de los Estados Unidos no les ha hecho ni pizca de gracia. Ni una triste y sola carcajada. Friedkin está en plena forma.


Killer Joe. Director: William Friedkin. Guionista: Tracy Letts. Intérpretes: Matthew McConaughey, Emile Hirsch, Thomas Haden Church, Gina Gershon, Juno Temple. 103 minutos. Estados Unidos, 2011. 

jueves, 21 de febrero de 2013

Diálogo de besugos ("In another country")




Tres películas han coincidido el pasado año 2012 que tratan el mismo tema de la relación entre la literatura y la realidad. Me refiero a En la casa (Dans la maison, François Ozon), Ruby Sparks (Valerie Faris y Jonathan Dayton) y esta In another country (Da-reun na-ra-e-suh) del director y guionista Hong Sang-soo. Una película europea de calidad, una película independiente norteamericana y esta coproducción entre Corea del Sur y Francia que se ha visto en el último Festival de Cannes con críticas en su mayoría positivas. Su autor, cineasta de las relaciones humanas y de las diferencias entre el cine y la vida, se cuenta desde hace unos años entre los hijos predilectos del certamen francés. En el mayor mercado del cine mundial, su cine refrescante, de apariencia improvisada e ingeniosa, supone una bocanada de aire fresco entre tanto aliento contenido. La ligereza es, precisamente, la cualidad que mejor define a In another country. En efecto, la película “se parece mucho a algo que se escribe en una servilleta y se rueda en una tarde” como escribía un crítico de los Estados Unidos. Aunque no en un sentido peyorativo –tal como él pretende– sino dicho con envidia de la libertad creativa que exhibe el cineasta coreano. A un ritmo de dos películas al año –películas baratas, de producción mínima–, Hong Sang-soo conserva esa fluidez que identificaba al Woody Allen de sus primeras décadas. 

Una mujer francesa –Isabelle Huppert– visita una casa de huéspedes en la costa de Corea del Sur. Lo hará tres veces con tres pasados distintos, tres motivaciones variables pero el mismo resultado final, ya que conforma –en un nivel superior– el proceso de escritura de un guion a cargo de una joven inexperta. La película –de apenas hora y media– se compondrá de las rescrituras sucesivas de un mismo relato con posibilidades infinitas –como, en cierto modo, ocurría con Holy motors (Leos Carax, 2012)–. Nos demuestra con ello Sang-soo que cada pieza de un relato puede intercambiarse y manipularse en una misma cadena sin alterar el trasfondo del mensaje. Es, por tanto, un ejercicio de gramática audiovisual mediante un juego de muñecas rusas que se superponen al relato primigenio de la estudiante.

Durante su búsqueda de un pequeño faro de dudoso interés turístico –metáfora de esa luz que ansía la mujer–, Huppert se dedicará a recorrer las calles de su barrio –como la propia película inacabadas, descuidadas– y a introducirse en tortuosas conversaciones que responden exactamente a lo que aquí, en España, llamaríamos diálogos de besugos. Quizás por los recursos limitados de la joven autora, quizás por la barrera del idioma de Anne –de ahí su título–, quizás porque la comunicación entre los seres humanos sea solo una utopía, los personajes de In another country son incapaces de entenderse a pesar de sus esfuerzos; son incapaces de transmitir sus sentimientos por medio del lenguaje, aunque también puede ser el lenguaje el que sea incapaz de dar cuenta de sus desconciertos y confusiones personales.

Mediante un humor absurdo digno de un Beckett o un Ionesco, la película de Hong Sang-soo nos cuenta, sin embargo, un relato amargo sobre la soledad inherente al ser humano. En la secuencia más hilarante del film, Anne intenta encontrar respuestas en la sabiduría de un monje del que solo consigue aumentar su confusión –la de ambos– en un laberinto sintáctico inexplicable tras el cual resuelve acostarse con un socorrista sin demasiadas luces. Y de nuevo a buscar el esquivo faro. Escondido tras la indirecta inspiración de la joven escritora, el cineasta coreano realiza así una sátira de los problemas de comunicación o de código que nos impiden satisfacer nuestras necesidades sociales. Ese código bien podría ser la carta que Anne le escribe al socorrista pero que este no puede descifrar a pesar de que conoce el idioma: simplemente no entiende la letra. Imposible no sentirse identificado con semejante sucesión de despropósitos emocionales pues, en ocasiones, las personas somos como ellos, torpes personajes de un guion deslavazado que recrea para nosotros otro guion impecable. Magnífica película coreana.


In another country (Da-reun na-ra-e-suh). Director y guionista: Hong Sang-soo. Intérpretes: Isabelle Huppert, Yu Jun-Sang, Moon So-Ri, Jung Yu-Mi, Yoon Yeo-Jung. 89 minutos. Corea del Sur, 2012. 

jueves, 14 de febrero de 2013

El cine que duele ("Blue Valentine")


A menudo ocurre que nos pasan desapercibidas películas buenas por la simple razón de serlo. Películas bien hechas, sólidas, cerradas, esquivas a la discusión polémica. Es el tipo de cine que representa Blue Valentine (Derek Cianfrance, 2010), una película independiente de Estados Unidos que fue terminada en 2010 –de hecho, Michelle Williams a punto estuvo de ganar el Oscar en aquella edición– pero que va a estrenarse esta semana en salas españolas alentada, suponemos, por la súbita fama lograda por Ryan Gosling a raíz de Drive (Nicolas Winding Refn, 2011). Nada tiene que ver, sin embargo, aquel thriller posmoderno con este melodrama seco, escéptico y austero en el que ni siquiera suena la canción de Tom Waits a la que se refiere su título. En este Blue Valentine asombra por su ausencia la falacia de la originalidad, pues no intenta demostrar nada nuevo y quizás nada nuevo –examinándola al peso, como en las carnicerías– llega a contarnos.

Su director, Derek Cianfrance, carga con la cámara en mano, sobre su piel, cercano a los rostros de sus personajes, para escribir de forma sincera un relato doloroso que le afecta en primera persona. Según se dice entre sus comentarios, la película vendría de lejos para el realizador, que ha convertido en obra filmada el desahogo de su experiencia autobiográfica. Sea esto verdad o solo un rumor amplificado, lo cierto es que el tiempo de reflexión ha sido útil y Cianfrance escribe desde los rescoldos fríos del amor, con una madurez y una distancia dignas de elogio. Como indica su título –en parte engañoso, en parte parcial–, Blue Valentine es una película sobre el amor, pero no una película romántica sino una radiografía de ese sentimiento esquivo.

La narración está dividida simétricamente en dos planos temporales que se miran entre sí: el enamoramiento que conduce a la formación de una pareja y el desengaño posterior que culmina en la ruptura –y tranquilos porque nada se descubre con este dato–. Marcadas las pautas desde el principio, el film se pretende una indagación en el fantasma amoroso que une a los protagonistas –Dean y Cindy, dos jóvenes de clase media baja– y que se evapora con el fragor de la vida cotidiana hasta abandonarles a su suerte. La cámara de Cianfrance rememora y escudriña las circunstancias de ese proceso para materializar ante nosotros la abstracción fantástica del romanticismo, la fórmula del proceso químico que tiene lugar en nuestra mente. Por ello recurre a semejante salto temporal; desecha el período intermedio como espacio de tránsito y concentra su mirada en el éxtasis de ambos relatos –el génesis y el éxodo amoroso– donde siente con mayor energía la intuición del sentimiento.


Esta misma película, sin embargo, se ofrece de forma paralela –desterrando su dimensión poética– a un análisis sociológico de dicha relación. Dean y Cindy son jóvenes de familias disfuncionales que se conocen en un momento especial de sus vidas. Se encuentran, de hecho, en un asilo de ancianos, al borde mismo de la muerte. Ella sale de una relación frustrante, desigual, incómoda. Él trabaja en una empresa de mudanzas y busca una chica especial que compense su rutina diaria. Coinciden en el instante ideal de sus vidas y su relación debe acelerarse por un embarazo inesperado. Pareja joven, hijo prematuro, cuentas sin saldar y un optimismo hipotecado a muy largo plazo.   

Permite la riqueza de la película, la espeluznante humanidad de sus actores, un análisis frío y reflexivo sobre su amor. No obstante, este análisis siempre va a ser insatisfactorio. Debemos creer que hay algo más, algún tipo de conexión invisible que los une y los desune, los eleva y los deja caer a lo largo del tiempo. Blue Valentine resulta tan hipnótica precisamente por ello, porque nos obliga a buscar en sus imágenes esa figura vaporosa del romanticismo; en los ojos de Michelle Williams, en la sonrisa canalla de Ryan Gosling, en una noche especial o en una canción significativa. Parece sencillo todo lo que intenta, y consigue, Derek Cianfrance, pero eso significa justo lo contrario, el mérito de su ingeniería para discurrir por un tema tan afilado mediante cauces accesibles y armónicos. En último término, Blue Valentine se convierte en una de esas obras conformadas como experiencia en primera persona. De ahí los comentarios que la acusan de obra triste o deprimente, ya que el público se ve forzado a traspasar la barrera del observador y vivir en su grandeza esta historia de amor y soledad. Y entonces la película, en efecto, duele.

Blue Valentine. Director: Derek Cianfrance. Guionistas: Joey Curtis, Cami Delavigne y Derek Cianfrance. Intérpretes: Ryan Gosling, Michelle Williams, John Doman, Mike Vogel, Faith Wladyka, Marshall Johnson. 112 minutos. Estados Unidos, 2010.