miércoles, 2 de enero de 2013

Orfeo y Eurídice en el XIX ("Cumbres borrascosas")




El concepto de la tierra como un ente vivo y salvaje que condiciona la vida del ser humano es una herencia de la gran literatura del siglo XIX, creada sobre un modelo de sociedad eminentemente agrícola. Películas clásicas como Duelo al sol (Duel in the sun, 1946), Gigante (Giant, 1956) o Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, 1939) concentraban sus dramas en la posesión enraizada de esa tierra por la que algunos podían arruinarse, convertirse en esclavos, morir e incluso matar si veían amenazadas sus fronteras. Desde los tópicos del Romanticismo alemán, despierta esa tierra ronca las pasiones viscerales del ser humano, clamando a su estado de conciencia más primitivo. Extrae de él sus resquicios bestiales y nubla la razón que los ilustrados trataron de imponer sin éxito sobre su plan de cultivos parcelados y perfectamente sistematizados. 

Ante el reto ambicioso -allá donde pisaron Luis Buñuel o William Wyler- de firmar una nueva adaptación del clásico de Emily Brontë Cumbres borrascosas (Wuthering heights, 2011), la directora británica Andrea Arnold ha decidido situar como centro gravitatorio a esa tierra, la propia finca de la familia Earnshaw que impone el título del relato y que ejerce de mudo protagonista a la tragedia romántica de Catherine y su hermanastro Heathcliff. Por medio de la composición en cuatro tercios y del uso intranquilo de la cámara en mano, el film exacerba la inmediatez de sus imágenes en busca de la sensación superficial, del roce continuo entre la naturaleza inhóspita y los personajes, expuestos a diario al trato cruel de los fenómenos atmosféricos: el viento, la lluvia o la neblina nocturna donde se encarnan sus pasiones secretas, su rabia y su ira contenidas a lo largo de los años.

En esa tierra cruda, en el seno de la naturaleza, ocurren los principales acontecimientos de la película. Allí se fragua la relación entre Catherine y Heathcliff, durante sus largas caminatas entre las briznas de hierba y los lodazales que salpican el terreno. Allí deja embarazada Hindley a su esposa y allí de nuevo morirá ella por las complicaciones del parto al aire libre. Serán recurrentes, de igual modo, las metáforas con animales –el caballo cojo, los conejos, el pájaro atrapado en la jaula– que desvelan el trato semejante que la cineasta otorga a sus personajes, menos individuales de lo que sus acciones delatan pues, antes que nada, son víctimas de su naturaleza animal: la escena en que Catherine lame las heridas en la espalda de Heathcliff, la violencia y el maltrato mutuos que domina su relación, el beso furioso a Isabella que le hiere hasta causarle sangre en el labio.


Limando de esta manera la imaginería gótica que había caracterizado anteriores adaptaciones, la directora británica transmite el fatalismo de la novela mediante recursos cinematográficos de raspante desnudez. Por ejemplo, al brindarnos el primer Heathcliff negro que se recuerde, quizás como metáfora de su rango inferior en la sociedad pero también como medio estrictamente visual, gráfico, de retratar esa categoría subalterna. Su Heathcliff es un hombre primario, de pocas palabras y todas agresivas, que ha recibido desde pequeño la violencia, la aridez, la ferocidad de un núcleo familiar decrépito sobre el que tomará venganza años después. En esta brillante traslación literaria, Arnold prescinde de la última parte de la novela y, por lo tanto, de la reconciliación entre familias durante la siguiente generación, cerrando su relato en la insatisfacción perpetua de Heathcliff separado de su amada y fallecida Catherine. En el mismo epicentro del horror.

Sin embargo, aún Arnold reserva una sorpresa para el epílogo de Cumbres borrascosas y es la música ligera y reconfortante –obra de Mumford & Sons– que acompaña a sus últimas imágenes y que rescata de la furia y del hambre la historia de amor entre los dos protagonistas. De las tumbas de ese infierno del odio que han construido entre todos –y que, según nos insinúa la directora, va a prolongarse a través de los años–, sobrevive el hálito de un amor intenso, trágico pero bello, que redime, de alguna retorcida forma, a Catherine y Heathcliff en la cumbre de su dolor. Surge el sentimiento amoroso como un misterio encubierto por la brutalidad del terreno hasta convertirse en una obsesión enquistada en las imágenes, remotamente pura, purificadora e incluso humana. Contradicción que se resuelve durante la escalofriante escena en la que Heathcliff intenta desenterrar el cadáver de Catherine arrancándolo de las fauces de la tierra igual que un moderno Orfeo en busca de su Eurídice. Con la cámara situada encima del personaje y a ras de la sepultura descubierta, la imagen se convierte en la metáfora más eficaz de la relación entre los personajes y el terreno, del fatalismo romántico que impregna esta obra de estremecedora potencia emocional. 


Wuthering Heights. Director: Andrea Arnold. Guionista: Olivia Hetreed, basado en la novella de Emily Brontë. Intérpretes: James Howson, Kaya Scodelario, Nichola Burley, Oliver Milburn. 124 minutos. Reino Unido, 2011.

  

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