En los primeros minutos de Amour
(Michael Haneke, 2012), los ancianos protagonistas de la historia regresan
a su confortable apartamento y encuentran la cerradura forzada, quizás con un
destornillador, quizás para robarles o perturbar su intimidad pero, al menos, en
apariencia, sin éxito alguno. Nunca volverán a hablar de ello pues no estamos en una película
de Haneke como Caché (2005) o Funny games (1997) donde el espacio
material –materialista– de sus personajes burgueses era quebrado mediante
acciones delictivas. En Amour ese
peligro que desestabiliza el orden de una vida proviene del interior del ser
humano, del cuerpo de uno mismo que se resquebraja por razones naturales.
Aunque ellos no se den cuenta todavía, su hogar, en esa precisa escena, ya ha
sido profanado por un sujeto invisible llamado enfermedad que les va a destruir
sin que puedan evitarlo. Si en el prólogo de la obra Haneke nos muestra el
desenlace del relato, es para que no pensemos, inocentes, que existe una
escapatoria al dolor. Los dos villanos de Funny
games rebobinaban la película para que constatáramos nuestra indefensión de
rehenes. En Amour, de igual forma,
ese prólogo nos niega cualquier atisbo de esperanza y nos predispone para
sufrir su rigor hasta el desenlace de la cinta.
El
cineasta austriaco no ha cambiado en su última película ni el estilo ni la
temática de su obra previa. La ternura hacia sus personajes solo es la
contrapartida a la vulnerabilidad extrema que estos nos desvelan. De hecho, Haneke
se ha liberado de lastres secundarios para hacer más terrible si cabe la
agonía de Anne y Georges. La vejez es una tortura, es un tormento tan temible
como la misma muerte y el cineasta, una vez más, nos obliga a mirarla de
frente, sin atajos ni edulcorantes, con toda su vergüenza, su tristeza y su
desolación. Ninguna película de terror lograría incomodarnos tanto como esa
secuencia en que se asoman los primeros síntomas de Anne, cuando su cuerpo se
queda de pronto inerte, vaciado por un parásito interior que le devora su
identidad. El cineasta rueda esa escena sin alterar en apariencia la
cotidianeidad del desayuno, manteniendo el pulso de un
plano/contraplano que no deja espacio sobrante en el encuadre para apartar la mirada de esa
realidad.
El
mundo de Georges y Anne se ha trastocado para siempre. Sin embargo, la vida en
el exterior del piso continúa, la puesta en escena sigue su curso inicial
con impávida exactitud quirúrgica. Lo mismo que les ocurre a sus hijos, absortos
por sus problemas. Lo mismo que al resto de secundarios que entran y salen del
film sin que puedan aliviar el dolor del matrimonio. Las mejores escenas de Amour son, sin duda, aquellas en las que ambos tratan de emular una existencia
corriente y entonces constatan su definitivo extrañamiento, como ocurre con la
visita del pianista, antiguo alumno de Anne, que les habla de un pasado perdido
y de un futuro de éxitos del que tampoco podrán participar. Ni el dinero, ni la
educación, ni la cultura ni los recuerdos son a la postre refugios contra la enfermedad. De nuevo Haneke
derriba los diques de la existencia burguesa y nos enfrenta a nuestros mayores miedos; como su puesta en escena, desnudos, desprotegidos. Solo el amor, quizás, podría
salvarnos cuando el dolor se convierta en insoportable y la existencia pierda su sentido original.
Todo ello está dentro de Amour. Su visionado genera tal grado de tensión y de incomodidad que, en esta ocasión, el propio Haneke recurre a
varias pausas en mitad de la película. La primera supone un sueño del
protagonista que se transforma en pesadilla y que le despierta con un grito en
mitad de la noche. Miserable descanso que, sin embargo, nos aparta por un
momento de la realidad pegajosa del apartamento. El segundo sucede tras una
escena tremenda en la que los sentimientos son explotados hacia el límite de
sus posibilidades, cuando Anne rehúye beber en acto de rebeldía y Georges debe salir del cuarto con una excusa para no desmoronarse por completo. Entonces la película se
detiene –es un minuto casi exacto– y comienza una secuencia de tránsito formada
por una sucesión de cuadros paisajísticos que, por un instante –inocentes, una
vez más–, parecen reconfortarnos aunque, tras esos bellos telones, solo se encubra la
llegada de un momento sin vuelta atrás en la vida de los personajes. Mientras
en otras películas de Haneke –como en Funny
games o en El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003)– sucedían determinadas sorpresas e
imprevistos que causaban nuestro desasosiego, en Amour ocurre lo contrario: es la inexistencia de sorpresa alguna
que nos salve, que dé un giro, cualquiera, a esta historia, la que la hacen una película tan
áspera, tan cruda, tan extraordinaria al fin.
Amour. Director y guionista: Michael Haneke. Intérpretes: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle
Huppert, William Shimell, Ramón Agirre, Rita Blanco. 127 minutos. Francia/Alemania/Austria,
2012.
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