Era
un desafío arriesgado incluso para Clint Eastwood el de realizar un retrato
solvente de John Edgar Hoover, un hombre siempre turbio, enigmático, receloso, secretista. El
secreto fue su compañero inseparable a la hora de ocultar su identidad o de comerciar
con la de otros. La sombra –esa mesa haciendo esquina donde siempre comía y
cenaba–, el lugar preferido desde el que dirigir los trabajos de su querido
FBI. Y la represión, su método para asegurar el orden de un país que, en la
práctica, gobernaba desde su escritorio, así como para refrenar sus propios
impulsos sexuales, fueran los que dice su leyenda u otros inconfesables. El
caso es que nadie lo sabe con certeza. Sus archivos destruidos tras su muerte se han llevado
el enigma con ellos. Ante una incógnita semejante cabría la opción de especular
como haría Oliver Stone, como de hecho hizo en sus dos biopics presidenciales, o, por el contrario, contar solo aquellos
datos que han sido acreditados desde la actual historiografía. Pero siempre con
su propio estilo, Clint Eastwood ha optado por una combinación de ambas en J. Edgar (2011): un acuerdo de
mínimos.
Su película se presupone el relato en primera persona del propio Edgar Hoover, que dicta
sus memorias a un ayudante del FBI. Tiene esta estructura viejas remembranzas
con los esquemas tradicionales del biopic
cinematográfico y, de hecho, el film se viste de un clasicismo atemperado que
nunca pretende sobrepasar. En esa confesión, sin embargo, se intercalan diversas escenas que en ningún
caso podrían haber sido dictadas por el anciano Hoover. Hablo de instantes
íntimos con su madre, de algunas charlas explícitas sobre homosexualidad o
tácticas de chantaje –algunas de ellas fracasadas como la de Martin Luther
King– que no podría reconocer ante nadie este Hoover como tampoco el de la vida real.
Y, de todas maneras, existe una tercera excepción en la película, pues una
porción de lo que hemos visto representado serían mentiras del propio Hoover
que él mismo ha llegado a creerse con el paso del tiempo.
De
este complejo entrecruzamiento de visiones surgiría la narración final de J. Edgar. Podríamos criticarle al
cineasta que su método biográfico no es en absoluto riguroso, pero quizás no exista
mejor forma de llevarlo a cabo. Al menos, de esta manera, Clint Eastwood nos
libra –y a sí mismo a su vez– de la responsabilidad del verismo para
concentrarse en el tema que le interesa: la utilización del miedo al otro para enmascarar
la propia otredad interna. Mediante este guion podemos intuir –si no confirmar–
la turbulenta vida privada de Hoover, la relación con su secretaria de toda la
vida –a la que propuso en su día matrimonio y ella le rechazó– o con su mano
derecha en el FBI, considerado por muchos su pareja sentimental aunque, según
Eastwood, nunca consumada. En cada ocasión que la película se aproxima a sus secretos, da la impresión de que Hoover retrocede, impone la versión oficial del relato
y nos ahuyenta de cualquier revelación.
Surge
así en J. Edgar una tensión muy
interesante entre el clasicismo dorado de Hollywood –aparecen de forma
recurrente las versiones cinematográficas de la época–, su actualización a
manos de Clint Eastwood y los rastros inevitables del cine moderno. Nunca
veremos una escena explícita sobre el auténtico Hoover, pero sí que asistimos a
varias en que las se hacen patentes sus impulsos secretos. Es imposible una
enumeración de las triquiñuelas que habrá llevado a cabo al frente del FBI,
pero sí se nos abre la puerta para que podamos imaginar su proporción. Supone
esto, en el fondo, una operación de falsa credibilidad que nos impone una
máscara de ficción para desnudar otra máscara, la del personaje en vida. Al fin
y al cabo, una trampa narrativa, es cierto. Ahora bien, ¿no era John Edgar Hoover
el rey absoluto de las trampas y los engaños?
A
través de J. Edgar prolonga Clint Eastwood su descomposición del héroe clásico norteamericano que él mismo había
fomentado. Como en Banderas de nuestros
padres (Flags of our fathers,
2006), el cineasta rescribe la historia de su país para desmontar el cúmulo de
leyendas que han sustentado su cultura. Como en Gran Torino (2008), la fachada del héroe viril se autodestruye para
mostrarnos el interior del personaje, en este caso la cobardía, la
homosexualidad reprimida, la manipulación o las ansias de gloria. Es una
lástima que semejante proyecto le haya cogido a edad tan avanzada, y no solo porque
quizá tenga pocas oportunidades para continuarlo, sino también porque su pulso muestra
cierto envejecimiento en sus últimos films a pesar de que este es, no obstante,
el más complejo, el menos complaciente desde que se despidiera delante de las
cámaras con Gran Torino. También, por
ello, el más discutido. Ni siquiera Clint Eastwood es ya intocable.
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