Corre
por la telaraña de foros de la red cierta leyenda sobre una película de terror
cuyo protagonista y a la vez asesino es, ni más ni menos, que un neumático
viejo. Podría sonar esto a rumor frívolo sobre los límites de la serie Z más
enloquecida y minoritaria de la industria. De hecho, apenas un grupo exiguo de
espectadores/internautas habrá tenido ocasión de verla mientras solo unos
cuantos de ellos habrán decidido finalmente hacerlo. Y, sin
embargo, la fama que ha contraído su argumento tiene una base equívoca. La
película existe –confirmamos la leyenda–, se llama Rubber (Quentin Dupieux, 2010), es de nacionalidad francesa,
data de 2010 y no fue estrenada en ningún garaje casero, sino en la alfombra
roja del Festival de Cannes, donde exhibió sus cualidades para haberse
convertido en un apócrifo –y barato, por supuesto– tercer episodio de Grindhouse (2007) sin nada que envidiar a los trabajos de Robert Rodriguez y de Quentin
Tarantino.
Calidad
abunda en ella para tercer episodio o incluso primero de dicha película, pues Rubber profundiza más en niveles
metalingüísticos e intelectuales que sus dos oponentes ficticias. Conforma una
parodia del género de terror –en concreto del slasher, o sea de los suburbios del género– en la que sus mecanismos
internos son analizados como objeto de una surrealista autopsia post mórtem. La
naturaleza del género por definición no radica en la iconografía compartida de
sus imágenes –como ocurre con la revisión estética efectuada en Grindhouse–, sino en su agrupamiento en
torno a un “horizonte de expectativas” según el concepto ideado por el teórico Hans-Robert
Jauss. En consecuencia, los protagonistas reales de la película serán los
espectadores que, pertrechados con unos prismáticos de larga distancia,
contemplan el “espectáculo” representado por el neumático sediento de sangre.
Al
cineasta Quentin Dupieux le interesa principalmente describir la interacción
entre película y público en un sentido casi semiótico, como mensaje enfocado
hacia un receptor abierto a cualquier sexo, edad o grupo social y económico.
Los distintos personajes que contemplan la obra, y que la experimentan desde un
ángulo lúdico y de pasatiempo colectivo, comparten el tedio cotidiano
al que se aferra un instinto voyeurístico
reducido a sus residuos carroñeros –en cierto momento devorarán como bestias un
pavo en mal estado– mediante la desnudez absurda del espectáculo que tiene lugar ante sus ojos.
Muy
al contrario de lo que nos dice el prólogo de Rubber sobre el “homenaje al sin sentido de las grandes películas”,
el film se escuda en el teatro del absurdo para racionalizar de forma festiva
el curso del género. Durante la escena en que el neumático espía a una chica
desnuda mientras esta toma una ducha –tópico por excelencia del slasher desde John Carpenter–, uno de los espectadores afirmará que
“es la primera vez en mi vida que me
identifico con un neumático”. Pues por medio de esa identificación inconsciente entre el público y su protagonista, el género resulta capaz de repetir de forma
infinita un mismo patrón narrativo basado en el desahogo de su simplicidad. Y
ello a pesar de la desgana con que los actores del film interpretan sus
papeles, deseosos de matar –literalmente– a su público para terminar cuanto antes
la cansina función.
En la escena cumbre de la “trama” de Rubber,
el cineasta concibe un enfrentamiento genial, de manifiesta lucidez, entre
el neumático animado y un maniquí de mujer que emite a través de un micrófono
frases estereotipadas y de vago contenido sexual. Es como si la repetición
enfermiza de unos mismos esquemas, por su éxito de público precisamente,
hubiera desembocado en unas formas ausentes de humanidad, donde materiales de
plástico y caucho –literalmente, de nuevo– sostuvieran el peso del
entretenimiento sin sombra alguna de emoción real en pantalla. Rubber sería, desde esa perspectiva, la
consumación mortuoria del exploitation,
del género como fórmula para su consumo estricto en el que solo importa
continuar con la representación mientras aún quede alguien mirando al otro lado.
A pesar de los límites de absurdo que alcanza su relato, el film
concluye con la multiplicación de los asesinos que avanzan por la carretera en
pos de una secuela, o de un nuevo subproducto del subproducto ya presenciado. El
género mantiene así su misteriosa vitalidad desde los orígenes de la teoría literaria hasta
los márgenes de la serie Z contemporánea. Igual que el neumático de
impulsos homicidas, se trata de un objeto con una fuerza motriz autónoma capaz
de sobrevivir a las mayores intrusiones del "sin sentido" que se le puedan añadir.
Su caparazón seguirá adelante aunque dentro ya no quede más que repetición, aburrimiento,
sombra, humo, nada.
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