David
O. Russell siempre ha poseído un desconcertante sentido del humor que se le
pudo aceptar en la sátira bélica Tres
reyes (Three kings, 1999) pero
que rebosó los límites de lo admisible por Hollywood en Extrañas coincidencias (I Heart
Huckabees, 2004), aquella comedia sobre detectives existenciales que apenas
recaudó el coste de su realización. Entre esta y la siguiente The fighter (2010) se sucedieron para él
seis años de silencio con una película frustrada por en medio: otra comedia
extravagante con el título Nailed y que,
según se dice, nunca llegaremos a ver por discrepancias con los productores. Por
aquel entonces Russell había tocado fondo para la industria y, por lo tanto,
era comprensible que aceptara realizar un biopic
con tema pugilístico para salvar su carrera. El movimiento estratégico salió
bien –la película se haría con dos Oscars a interpretaciones de reparto– y mejor
aún ha salido su siguiente maniobra en El
lado bueno de las cosas (Silver
linings playbook, 2012), nominada de nuevo a numerosos premios de la
Academia.
No
se puede decir, sin embargo, que el cine de David O. Russell haya vuelto a la
normalidad anterior a 2004 a pesar de que en esta recobra -sutilmente, de fondo- cierto humor satírico muy reconocible. Quizás en
su próximo film intente retornar a historias más personales o quizás esta sea
la evolución lógica de su filmografía. Lo cierto es que El lado bueno de las cosas no deja de ser, en esencia, la misma
película que The fighter, disfrazada en este caso de comedia romántica. Los combates de boxeo de aquella son
transmutados por un concurso de baile. La figura de la madre sobreprotectora cambia
por la del padre maniático y violento. Un personaje es tímido e inseguro mientras el
otro acusa una bipolaridad sin diagnosticar. Sus guiones poseen idéntica estructura: ambas narran la lucha
de un personaje por superar las patologías surgidas de un ambiente familiar disfuncional
por medio de una actividad a la larga beneficiosa.
Es
una lástima que en 2010 olvidara escribir la crítica sobre The fighter, ya que ahora podríamos haberla puesto en relación con
esta. La primera mitad de ambas es, de nuevo, la más interesante en su retrato
de un núcleo familiar del que surgen tensiones derivadas en violencia y autodestrucción. Cuando Pat regresa a casa del sanatorio, en la pared del recibidor ve colgado el
retrato de su hermano mayor mientras el suyo asoma detrás de un florero,
escondido a la mirada curiosa de las visitas. Si la relación desigual entre hermanos
se intuye como una causa de incomodidad, aquí está resuelta de manera fugaz para
dar protagonismo a la figura del padre, de quien emerge la violencia en el
hogar de la familia Solitario. Comparte Pat con el boxeador Mickey O’Keefe su
carácter de perdedor resignado y así mismo compartirá la solución a ello: la aparición en
sus vidas de una bella mujer que le da la confianza para salir adelante. La película se
titula El lado bueno de las cosas y
por ello la rabia de ese ambiente no se concentrará en un adversario físico
sino en su transformación en movimiento a través de la danza.
The fighter acusaba
demasiado en su desarrollo la dependencia de los hechos reales, pues era sabido
por todos que el personaje ganaría su combate y se haría con el título de
campeón. De repente, los problemas con su familia desaparecían y el discurso
trágico se convertía en optimismo inexplicable: aquel núcleo familiar que
originaba sus conflictos podía cambiar, de la misma forma que él, para alcanzar entre
todos una felicidad compartida. Exactamente lo mismo ocurre en esta nueva
película, pues otra vez las rigideces personales lograrán dirigirse hacia un
reto –con hora y lugar convenidos– en el que dirimir para siempre sus disputas.
Puesto que El lado bueno de las cosas
está propuesta desde el ángulo de la comedia –a pesar de los tintes dramáticos que
asoman en su primer tercio–, el cambio de perspectiva del film debe aceptarse
con menos inconvenientes que en la otra. Su desenlace no es, en absoluto, menos
obvio que aquel. Sin embargo, la ligereza con que se nos presenta sí se consiente
menor autoridad moral. El protagonista debe afrontar la vida con optimismo si quiere superar su enfermedad mental. Si el espectador pretende participar de la película debe cumplir a su vez con las reglas del género y disfrutar así de la
utopía regeneradora que propone. Basta con atender al curso que sigue el personaje
de Ronnie, el amigo de Pat cuyos instintos agresivos –causados por la presión
de la vida familiar– se evaporan en el aire con extraordinaria facilidad.
En cierto modo, El lado bueno de las cosas
podría haber sido una sátira perversa de la clase media norteamericana. Otra American beauty (Sam Mendes, 1999), por
ejemplo. No me cabe duda que el humor y el talento de David O. Russell
conspirarían en secreto hacia esa dirección. Por ello el film alcanza un
vínculo tan satisfactorio con todo tipo de espectadores, porque en su mansa
aceptación de lo convencional se intuye una voluntariedad que a veces el
cineasta comparte con nosotros. A lo largo de su proceso de recuperación, Pat
desechará leer obras maestras como Adiós a las
armas debido a sus finales dramáticos. Cuando es invitado a una cena entre amigos elige ponerse la camiseta de su héroe deportivo, ya que esta le hace sentir
más seguro ante los demás. Paso a paso, el film abandona su escepticismo y
abraza de esa manera el mensaje bienintencionado que justifica su realización. En
favor del cineasta hay que reconocer una espectacular dirección de actores –De Niro,
de nuevo, actúa–, un estilo de notable vitalidad y unos fantásticos
diálogos. Russell utiliza la banda sonora sin apabullar al espectador. Sabe
sacar partido de todos los secundarios –son geniales, por ejemplo, los padres
de Tiffany o el psicólogo forofo del fútbol–. Consigue que cada escena tenga
un vigoroso ritmo interno. Y factura, en definitiva, un producto modélico que
empieza en un sanatorio mental y termina en un travelling circular entre luces navideñas. Un regalo de cumpleaños.
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