En
varias ocasiones la cámara de Reality
(Matteo Garrone, 2012) asciende por encima de los personajes hasta encuadrar una visión
de conjunto que nos recuerda, por si acaso, la verdadera geografía en que estos
viven. Ocurre ya en el primer plano del film, cuando una carroza aristocrática
avanza por la carretera –atención a la música de cuento de Alexandre Desplat– y entonces toma el desvío del restaurante donde tiene lugar una pomposa boda.
También la veremos, más adelante, cuando Luciano regresa a casa y es recibido
como una estrella de la televisión en su humilde barrio. Pero, sin duda, la más
inteligente es aquella que recorre la larga fila del casting de Gran Hermano –Grande Fratello para los italianos– y
termina, por medio de una grúa, en el cartel de los estudios Cinecittà.
En
esto se ha convertido el mayor estudio cinematográfico de Italia, parece
decirnos Garrone mediante un plano que convoca a diálogo al neorrealismo
italiano, concretamente a Bellissima
(1951) de Luchino Visconti, en la que Anna Magnani paseaba de estudio en estudio a su hija de cinco años para convertirla en estrella infantil. Si en los años cuarenta era
el cine, la gran pantalla, el objeto de deseo de los soñadores ahora es la
televisión, la pequeña pantalla, la que concentra las ansias de ascenso y éxito
social. “Las cámaras se han hecho
demasiado pequeñas” decía el personaje de Holy motors (Leos Carax, 2012) hace muy pocas semanas. Y es en Italia donde más pequeñas se han hecho, donde la videocracia de Berlusconi se ha
convertido en el nuevo cielo de los pobres.
Reality nunca plantea ideas demasiado originales pues ya todos somos conscientes del papel evasivo de los medios de comunicación y de entretenimiento. Basta con desarrollar esos temas para construir una película modélica, una comedia oscura y dramática cuyo trasfondo está implantado en la superficie, a la vista de cualquier espectador. ¿Qué podemos explicar que Garrone no aclare durante el desarrollo del film? Por lo pronto aplaudir la habilidad con la que el cineasta nos narra la paranoia creciente de Luciano –Aniello Arena, el nuevo Alberto Sordi– a punto de acceder a Gran Hermano –eso cree él– y de abandonar su oficio de pescadero y ocasional embaucador. La vida real no puede competir con las galas de boda perpetuas de los programas televisivos, donde la propia cotidianeidad –las vulgares escenas que Luciano contempla embobado en su televisor– adquiere un carácter espectacular.
Aunque
sea Reality un film menos felliniano de lo que los críticos habían
comentado, es fácil recordar aquel plano de La
dolce vita (1959) en el que un helicóptero paseaba la gigantesca estatua de
Jesucristo sobre los cielos de Roma. Si Fellini nos hablaba entonces de la
espectacularización de lo religioso, aquí Garrone apunta más bien a la
religiosidad de lo espectacular. La metáfora del film es la burbuja ingrávida,
paradisíaca, donde los distintos candidatos realizan el casting del programa, como en un auténtico juicio final donde se va a decidir
cuál de ellos accede al cielo. El último plano, en eco con aquél, confirma con otra
grúa sorprendente la dimensión de esa casa orwelliana y cuasimística. Un juego conceptual entre fama y religión que se extiende todavía hasta los últimos resquicios del film. Entrar en la casa significa la inmortalidad, por ello
el protagonista comienza a realizar buenas acciones a los vagabundos de su barrio, creyendo
inocentemente que las cámaras le observan y le juzgan en todo momento.
Nuestros
sueños cambian y se adaptan a su época. Sea la Iglesia, el gobierno, el cine o
la televisión, lo cierto es que siempre parecemos necesitar una entidad
superior que nos observe y nos premie si lo merecemos. La realidad no es
suficiente como hábitat, quizás por nuestra humana capacidad de abstracción. Durante el estreno de la película en
un cine de Madrid, era sorprendente la ausencia de carcajadas entre el público. Ningún
espectador parecía divertirse contemplando la grotesca aventura de Luciano, lo
que prueba que Garrone ha acertado en su crítica, justo en la herida abierta que sangra todavía demasiado. La libertad parece imposible cuando son los propios
ciudadanos quienes hacen cola para ser víctimas del Gran Hermano, del
totalitarismo audiovisual de nuestros días. ¿Qué importa si su autor ha
cambiado de género para firmar una comedia grotesca? A pesar de su humorismo, Reality supone un retrato magnífico de
nuestra sociedad dotado de la misma crudeza que demostraba en la anterior Gomorra (2008). En este caso la
violencia no es física sino psicológica, y la emiten desde todos los rincones de nuestro mundo;
desde el aséptico esteticismo de los centros comerciales, desde la irrealidad de la
caja tonta o en una simple boda familiar. Al final siempre tendremos un arriba
y un abajo que se actualizan para que, a fin de cuentas, nada cambie.
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