Miente
quien dice que el cine puede ser ajeno a su tiempo y a su contexto social.
Incluso aquellas obras de apariencia intrascendente –comedias románticas,
cine fantástico o de terror– utilizan en su interior un mecanismo de relaciones
sociales marcado por las ideologías. Por ello mismo reconforta descubrir en lugares
inesperados el rastro de una conciencia política basada en el pensamiento renovado
de la juventud –y no en su contra como en el último Batman de Christopher Nolan–.
Señales de esperanza que se entresacan de Looper (Rian Johnson; 2012), un interesante thriller de acción y ciencia-ficción
cuyo trasfondo filosófico remite a un discurso anticapitalista sobre la
responsabilidad de sus eslabones.
Al
margen de algunos problemas relativos a las paradojas temporales, su mayor interés reside en el núcleo narrativo de la propuesta, aquello que nos
quiere contar desde el fondo de la trama. Sus personajes –antihéroes de un
futuro corporativista– se nos presentan como meras piezas de un sistema en cadena que limita la responsabilidad y la iniciativa de sus trabajadores a un procedimiento
burocrático. Frente al héroe de acción tradicional, los loopers disparan sobre cuerpos vencidos, atados, sin saber quiénes son o por qué se han ganado la muerte. Actúan de forma innata como si fueran autómatas. Son piezas de un engranaje dominado por las mafias –nombre común
para cualquier tipo de empresa o de gobierno– en el que nadie conoce la identidad última del mandatario.
Ese viaje al pasado que efectúa el protagonista significa, de manera inconsciente, una
expresión de su deseo por comprender el origen de dicho régimen y, en
consecuencia, su trama se va a conformar en asunción de responsabilidades
hasta un inesperado y valiente final.
En
el cine de viajes en el tiempo, el retroceso al pasado siempre ha sido escenario
de una evaluación personal, una pequeña crisis como la de Peggy Sue se casó (Peggy Sue
got married, 1986) de Francis Ford Coppola. En Looper, por el contrario,
el viaje al pasado permite que el personaje contemple su futuro y pueda de esa
forma alterarlo. Así que no es casual, en absoluto, que ese futuro lo
represente Bruce Willis, símbolo del cine de acción viril de los años noventa,
un personaje que ha vivido durante treinta años acumulando lingotes de oro en el sótano de su casa sin preocuparse
de nada más. Willis –frío asesino por encargo– es la consecuencia de un
pensamiento individualista al que conduce el sistema industrial. No será
posible entonces la reconciliación entre Gordon-Levitt/Willis,
pasado y futuro de un presente común donde tiene lugar la historia, donde se
toman las decisiones que marcarán a ambas distopías.
Es evidente que el mundo en el que vivimos no funciona. Nuestra sociedad se ha desviado hace tiempo de su
propósito y debemos retroceder sobre nuestros pasos hasta hallar el
origen de la violencia. El personaje de Emily Blunt refuerza también ese
nacimiento de un compromiso personal que cambie las reglas del juego. A
diferencia del desdoblado Joe, Sara lidera la retirada al campo como renuncia
al mundo urbano de corrupción y pesimismo catastrofista. Su amor se antoja el
último instrumento para la verdadera revolución, pues la violencia contra la violencia
–teoría característica del género y del cine de Bruce Willis– solo conlleva más
violencia y más dolor. La subsiguiente contradicción entre el odio que se
extiende por el sistema y el amor paciente y desesperado será la clave de la que
surjan las múltiples paradojas de Looper,
una película de extremos y ambivalencias donde, por ejemplo, el western se encuentra con la
ciencia-ficción, el malvado de turno resulta ser un niño de seis años o donde la
telaraña de temporalidades superpuestas acaba por revelarnos que lo único relevante
es, a fin de cuentas, el presente, la actualidad, ahora, hoy, ya. Razones para creer en algo.
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