Leyendo
Trilogía de Madrid (1984), la novela
“simultánea” de Francisco Umbral sobre su amada y odiada capital, descubrimos
el recurso de la entrevista apócrifa, una entrevista falsa que el joven
periodista realizaba a figuras de la vida cultural y política española que
habían fallecido tiempo atrás. Se trataba de piezas literarias
en las que Umbral se inventaba las respuestas del personaje al cincuenta por ciento
entre lo que él sabía sobre ellos –que siempre era mucho– y lo que le daba la gana
que dijeran, por decirlo en su mismo idioma. Así que David Trueba ha debido de invertir
dicho recurso en Madrid 1987
(2011), donde convierte al difunto Umbral en el entrevistado de una jovencita
aspirante a periodista a quien él, subterráneamente, pretende llevarse a la cama. A
pesar de que porte otro nombre el escritor que interpreta José Sacristán,
el guion compone una antología de citas –apócrifas, de nuevo– que no hubieran
decepcionado al gran escritor español. A excepción de una, y debo
comentarla, cuando declara su admiración
por don Pío Baroja, a quien Umbral despreciaba constantemente en sus textos de
crítica literaria.
Madrid 1987 es, por tanto,
una obra melliza de La silla de Fernando (2006)
como entrevista, aunque póstuma, a un ser admirado hasta la médula por el director David
Trueba. Las circunstancias de los protagonistas, encerrados en el baño de un
amigo pintor, desnudos el uno ante el otro durante un largo fin de semana, se antoja una
anécdota narrativa, de cierto simbolismo, para encapsular a ambos y extraerles su potencial. Podríamos prescindir de
ello, del cuarto de baño, sin más dolor, pues solo se trata del ring donde se
produce el combate, ya que una entrevista es siempre un combate entre ambos contendientes, y al final de este,
cómo no, Umbral derrota a Trueba, Sacristán borra del tablero a Valverde y entre ambos trasladan el film
a un terreno declamatorio.
Umbral/Sacristán no solo vence en el contenido de la entrevista, sino también en la forma, pues impregna la película de una retórica literaria que proviene tanto del artículo –su guion es una suma dramatizada de textos umbralianos– como del teatro –Sacristán, efectivamente, declama, a medias por imitar al escritor y a medias por imitarse a sí mismo–. Vence en la película el escritor, el Trueba escritor por delante del Trueba cineasta que relega la puesta en escena a un segundo término dramático. Desde esa perspectiva, el film es menos una radiografía de la España de los años ochenta como una reflexión sobre el oficio de la literatura, el periodismo, la comunicación o incomunicación del escritor con sus lectores y admiradores. Se escribe por dinero, dice el autor, y no para que te lean. En el fondo, de hecho, nadie te lee de verdad.
Otras frases lapidarias dice, a lo largo del film, el autor de Madrid 1987. Demasiadas ciertamente, porque el personaje de María
Valverde apenas sirve como objeto de deseo que vampirice con sus canas, con sus
viejas batallas y sus fracasos ese cínico escritor. En la filmografía de Trueba, de la familia
Trueba, se ha repetido desde el inicio un mismo patrón femenino: la chica
de buena familia con talento artístico –generalmente musical–, poseedora de una
belleza clásica y una enorme disposición al amor. La chica burguesa que
encandilaba al Antoine Doinel de
François Truffaut. La obsesión femenina que también aparece en El artista y la modelo (2012) de su
hermano Fernando. Desde entonces, difícil les ha resultado a las mujeres Trueba romper con ese
estereotipo fijo en su filmografía, quizás con la excepción de Ariadna Gil en
la magnífica Soldados de Salamina
(2003). Pero María Valverde, huelga decirlo, no es un caso similar y resulta carne de
horca ante la palabrería de un veterano como Pepe Sacristán.
Aunque también sucede
esta desigualdad porque un personaje está esculpido por el pasado mientras
el otro es una imaginación de futuro, está en blanco, página virginal
por escribir y desencantarse. Aquella generación
de 1987, la del PSOE, la OTAN y el crecimiento ilusorio, dista mucho de la decepción, la lucidez y la soledad de los jóvenes actuales, obligados a
defender sus derechos contra todo y contra todos. El futuro era todavía vago
pero luminoso por entonces, tan distinto a ese futuro secuestrado del que se habla en Cosmópolis (2012) de David Cronenberg.
Hoy el futuro es ya una utopía del pasado, así que la charla recogida en Madrid 1987 parte del fracaso de ambos en el mundo actual, de su definitiva irrelevancia histórica.
Se
agradece, por último, a David Trueba que sea uno de los pocos directores del cine español que
piensa en España, que rueda sobre su política, su historia y su idiosincrasia
particular. Pero como ocurre en su nuevo film, el cineasta se niega a perder la
ingenuidad que le caracteriza. Al igual que la joven periodista con
su célebre entrevistado, este, de tan humilde, acaba por perdonarle, le deja escapar
ileso porque su admiración hacia él es mayor que su acritud, su cuerpo crítico,
la mala hostia que muestra su apócrifo articulista de periódico con
apariencia de lobo y nostalgia de contendientes a su altura.
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