Varias
veces lo he intentado. He probado a mirarla desde ángulos distintos, con
diversas metodologías pero siempre sin éxito. La única manera de escribir sobre
Salvajes (Savages, 2012) de Oliver Stone es haciendo referencia a su
desconcertante final, que cambia de forma repentina la dirección de la
película, que quiebra su entramado narrativo, que bien podría conformar el
final absoluto de la obra de Stone. Un final problemático, y no importa si
proviene de la novela original –escrita por Don Winslow, también guionista de
esta– o del propio Stone, pues las consecuencias de su osadía afectan a todos los niveles
del film. Este post, queda así aclarado,
va a suponer un inevitable spoiler
para aquellos que aún no hayan visto Salvajes, estrenada
fuera de concurso en el pasado Festival de San Sebastián.
Lo
cierto es que hasta ese preciso momento, después de dos horas de alta tensión y
excentricidad, la película era un correcto thriller
stoniano, y valga el adjetivo para el cineasta como para la música de los
Rolling Stones. Muy americano, o sea muy yanqui, poderoso, excesivo, sexy, violento, espídico, superficial. Su
cámara seductora serpentea sin descanso entre hippies de cuerpos escultóricos, sicarios de los cárteles o traficantes
de marihuana; la tragedia se mezcla con su parodia. Es el tipo de film que le podríamos pedir a Stone desde hace una
década, a medio camino entre lo meramente anecdótico y lo trascendental, fiel reflejo
de un mundo artístico gobernado por la contradicción.
Al
menos en ese punto es sincero el cineasta como lo vuelve a demostrar en Salvajes. Por ello elige la dulce voz de
Blake Lively para avisarnos de que esa contradicción será parte viva del
film. “Que yo os cuente esta historia no
significa que vaya a terminarla con vida. Podría haberla grabado y hablaros ahora
desde el fondo del océano”. Ninguna precaución es poca cuando Oliver Stone
presenta así una película y, no obstante, quién hubiera imaginado que nuestra
narradora, hasta entonces fidedigna, iba a ser capaz de alterar su relato de forma semejante. Cuando llega el instante cumbre de la película,
Stone decide ofrecernos primero un final trágico, de efecto catártico, y
a continuación -tras un rebobinado de cinta maquiavélico-, un segundo final que
niega el anterior para sustituirlo por un enfoque cínico en el que todos, de una u
otra manera, salen libres o ilesos. Dos finales sucesivos, los dos
inverosímiles, que invalidan cualquier discurso previo. A pesar de lo que
hemos visto -porque él nos lo ha ofrecido-, “la verdad tiene mente propia” nos dice el cineasta. Y el arte se postra de rodillas ante una
realidad desoladora, disuasiva e indolente.
Escribía
antes que el final de Salvajes podría
ser el final de toda la obra de Stone porque este agujero negro implica una
dejadez, un desencanto personal que le incapacitan para ejercer su tarea. Pues
renuncia a la responsabilidad del relato, llevando la trama hasta sus últimas
consecuencias narrativas, Stone claudica, capitula en su lucha creativa contra la realidad. Su
reciente visita a San Sebastián para recoger el Premio Donostia dejó varios comentarios
sobre la jubilación, la belleza de la ciudad, la comida o las mujeres. Y quizás estos sean los temas que ahora colman la atención del cineasta, pues de hecho
coinciden con el final “definitivo” de este Salvajes. Sus tres protagonistas
saldrán con vida del conflicto para retirarse tranquilos a una isla paradisíaca
desde la que olvidar el pasado, lejos de la violencia, la corrupción y el
sufrimiento. “Un día, tal vez,
regresaremos” dice la voz de la narradora. Un día, tal vez, regrese Oliver
Stone al cine, así que tendremos que esperarle pacientes, tal vez.
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