Existen determinadas operaciones que nunca deberían realizarse sin la
supervisión de un profesional. Hablo de operaciones peligrosas que tienen alta
probabilidad de catástrofe cuando se desconocen las técnicas adecuadas de manipulación, como le ha ocurrido al director noruego Pal Sletaune, guionista y
director del thriller psicológico Babycall (2011), también conocido como The
monitor, y protagonizado por la actriz Noomi Rapace (Prometheus). Un relato de madre traumatizada –casi un subgénero dentro del suspense– que se sostiene sobre la sospecha del desequilibrio de la
protagonista y, por lo tanto, siempre bajo este punto de vista, de un relato predispuesto
a la desconfianza sobre los hechos narrados.
Ahora
bien, especular con algo tan delicado como el punto de vista de un relato exige
una responsabilidad de la que Pal Sletaune, definitivamente, carece por
completo. Eso pueden hacerlo Scorsese, Cronenberg, David Fincher o incluso M.
Night Shyamalan, directores superdotados para los entresijos narrativos que
requiere manejar una operación semejante. Con su autoridad es posible firmar
una película desde la mirada de un esquizofrénico que vive una representación (Shutter island), que mezcla el pasado y
el presente (Spider) o que desconoce
su enfermedad (El club de la lucha).
Se acepta incluso desde el punto de vista de un fantasma que ignora que lo es (El sexto sentido, Los otros). Todas son operaciones lícitas siempre y cuando se
mantenga la coherencia del relato central. Es una cuestión de respeto, un
código de buenas costumbres establecido entre el emisor y el receptor de una película.
Babycall, por el
contrario, pretende hacernos partícipes del comportamiento errático de Anna,
una joven madre que apenas distingue la realidad de las ilusiones fabricadas en
el laberinto de su psicología, la cual se recrea hábilmente desde la geometría de los edificios, la
angustiosa estrechez de su apartamento y la narración a base de breves y repetitivas
secuencias incompletas. Aunque no se trata de cuestionar las capas difusas de
la realidad o de hacer alegoría desde el género del thriller, sino solo de identificarnos con la confusión de su
protagonista femenina. Por eso extraña que exista un segundo personaje con
punto de vista independiente –y con su propia subtrama– y, más adelante,
algunas escenas aisladas del hijo de Anna acompañado por un misterioso compañero
de juegos. Y que, para colmo, cada punto de vista acabe remitiendo a una
solución divergente en línea recta hacia el disparate: la enfermedad mental,
la capacidad de ver y hablar con los muertos y, por último, la vida desde un
supuesto más allá.
Para
más confusión, la película se compone de tres historias paralelas: la
persecución a que somete a Anna su marido maltratador, la investigación de un
crimen en su edificio y el romance con un hombre solitario que intenta
ayudarla. Una de ellas –y no diré cuál– es imaginaria, es el fruto de un punto
de vista falso, inexistente y tramposo. Otra, la menos desarrollada, mezcla
vislumbres de realidad en medio de un entorno distorsionado. Y la última sería
auténtica, pero quizá resulte la más inverosímil, pues el cineasta decide
enfocar este tejemaneje de espejismos de manera equivalente, sin que la puesta
en escena detecte la convivencia de distintos planos, distintas tramas,
distintos puntos de vista integrados en la película. Sletaune y su laissez faire rehúyen la responsabilidad
sobre un relato en el que nadie impone jerarquía alguna entre sus partes. Babycall carece de narrador, ha desaparecido la conciencia que debería clasificar estos hechos disolutos. El
subjetivismo de la protagonista lo explicaría todo, y si no el de los
secundarios, o la casualidad entre sus partes o la fantasía como giro
desesperado. Y si ninguna respuesta funciona, al menos nadie adivinará su
final. Eso es seguro.
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