Las
buenas películas producen extraños reflejos entre ellas; se miran unas a otras
como en una galería de brillos y resplandores compartidos. Según veía Martha Marcy May Marlene (2011), la
primera película del prometedor Sean Durkin, mi mente se trasladaba a otras dos
obras que la completan, aunque quizás el mismo cineasta desconozca su
existencia o nunca haya pensado en ellas. Por un lado el mágico relato de Julio
Cortázar La noche boca arriba, donde un
personaje vivía separado en dos épocas distintas sin saber cuál era sueño y
cuál realidad, cuál era presente y cuál era pasado. Por otro lado, la película
de Terence Fisher La novia del diablo
(The devil rides out, 1968), en la cual un profesor y un líder sectario se disputan la influencia
sobre un joven títere al que pretenden dominar. La presencia de un personaje u
otro en pantalla alteraba la naturaleza de lo real, imponiendo su propio
escenario sobre la ficción de la película e invirtiendo sus reglas internas.
Los
tres nombres que utiliza la protagonista de Martha
Marcy May Marlene representan esa misma fragmentación de la personalidad que la
persigue a través de la película. A pesar de que los hechos se narran con una
clara sucesión cronológica, la disposición paralela, yuxtapuesta, de ambas
líneas narrativas causa una inseguridad latente en la chica, incapaz de huir de
cualquiera de ellas, de afianzarse en una de las vidas propuestas. En una
sociedad donde el torrente de imágenes diario amenaza con borrar las líneas de
la identidad personal, obras como esta desnudan la descentralización del
discurso narrativo, desvelando su carácter centrífugo. El cine posmoderno ha dejado
lugar a un concepto desprejuiciado de la mirada como nuevo ejecutor de las
historias. A partir de ahora será el espectador quien decida lo que debe creer y
en quién deposita su confianza.
Qué
lejos estamos del cine independiente surgido en los años noventa. De los Kevin
Smith, Richard Linklater o Neil LaBute, con su humor sarcástico y sus películas
baratas. Sean Durkin se añade ya, desde esta ópera prima, a otra generación de
directores como Jeff Nichols –Take
shelter (2011) –, Kelly Reichardt –Meek’s
Cutoff (2010)– o Debra Granik –Winter’s
bone (2011)– que han evaporado el conservadurismo ocioso de
los años noventa. Estos se han criado en la inseguridad y en el extrañamiento inevitable
de un mundo de principios borrosos. Frente al cine urbano de años anteriores,
han decidido regresar al campo agreste de los Estados Unidos, donde encuentran
todavía, en pleno siglo XXI, la ignorancia, la cerrazón, el miedo y la violencia que se cuelan por los resquicios de nuestra sociedad.
En
Martha Marcy May Marlene asistimos a
un bosque de imágenes de aliento misterioso. Ante la ausencia de un punto de
vista unificador sobre los hechos, la trama se reduce a seguir los pasos
vagabundos, inconstantes, los pasos desorientados de un débil cuerpo en
movimiento que confunde personajes y tiempos de su experiencia vivida (o no). Restos
deshilachados de su mente enferma conforman un árbol de instantes enigmáticos
que rompen cualquier asomo de narración clásica. La chica protagonista no puede
avanzar ni desarrollarse porque vive asediada por tres personalidades
divergentes: Martha, Marcy May –miembro de una secta rural– y Marlene. Tres
espectros para un solo cuerpo, tres fragmentos de un espejo roto que, según
intuimos en la película, se entrelazan a través del gran espejo marino, el espacio
de tránsito mediante el que traspasar
tiempos, personas, rumores, secretos, fantasmas.
Martha Marcy May
Marlene. Director y
guionista:
Sean Durkin. Intérpretes: Elizabeth Olsen,
Brady Corbet, John Hawks, Sarah Paulson, Hugh Dancy, Julia Garner. 102 minutos.
Estados Unidos, 2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario