A
la hora de comentar una película como Tengo
ganas de ti (Fernando González Molina, 2012), cuando surge la ineludible
idea de que solo se trata de un divertimento elaborado para adolescentes, deberíamos
recordar el magnífico artículo escrito por Jesús Palacios para su antología
Euro Noir. Seria negra con sabor
europeo y titulado “Ni rebeldes ni causa: delincuencia juvenil en el cine
español de los 90”. En esas páginas se desgranaba con lucidez el (mal)trato
estremecedor dado a los jóvenes en nuestro cine, descritos siempre como
culpables de un delito primigenio y a la vez acosador. Películas como Historias del Kronen (Montxo Armendáriz,
1995) o las Mentiras y gordas de
nuestra admirada ministra Sinde (Albacete, Menkes, 2009) mostraban una juventud
inconsciente sin respeto alguno por la moral. Una juventud que debe pagar sea
cual sea su delito, mediante una llamada a comisaría o mediante la muerte
propiciada por sus propios excesos.
Cuanto
más ligera sea la apariencia externa de un producto, más alerta deberíamos
estar sobre su contenido. Esta saga que comenzó con 3 metros sobre el cielo (Fernando González Molina, 2010) y que,
afortunadamente, solo consta de dos novelas, finge presentarnos a un personaje
rebelde, heroico, de supuesto atractivo irresistible. Se hace llamar H y
compite a diario en carreras de motos ilegales, entrena en un gimnasio de boxeo
y en realidad poco más, ya que prima en sus historias el cuento romántico
destinado a una generación crecida entre Justin Bieber y los vampiros de Crepúsculo (Twilight, 2008). Resulta que el origen de nuestro héroe se halla en el descubrimiento de
la infidelidad de su madre, un hecho que iba a derrumbar el sistema de valores burgueses que le habían enseñado pues, desde entonces, se opone al mundo de los adultos como un renacido y musculado James
Dean.
Hasta
ahí todo podría ir bien. O al menos no tan mal. Sin embargo, los problemas
vienen ahora: ese héroe es Mario Casas. Y tampoco esto importa demasiado,
podríamos haberlo superado, podría ser admisible si no fuera por la cantidad de
penalidades y tragedias que le ocurren al chico a lo largo de esta película y de
las dos si conseguimos sumarlas. Recaen sobre él tremendas culpas, generadas por
sus actos, que encubren un grado atroz de conservadurismo aún dudo si profundo
o superficial y cuál de los dos es más pernicioso. En la cumbre emocional de Tengo ganas de ti llegan a confluir en
paralelo una carrera de motos “a muerte”, la ruptura definitiva de una relación
sentimental, un suicidio alentado por el fantasma de un amigo muerto (¡!), un
intento de violación a cargo de un par de productores televisivos (¡!) y el velatorio
de una madre moribunda a causa del cáncer (¡!).
Se
le agotan a Tengo ganas de ti los recursos del culebrón tradicional. Si no supiéramos que el guion corre a cargo de
Ramón Salazar –director, por ejemplo, del musical sobre transexuales 20 centímetros (2005)– podríamos
alcanzar a creérnosla en su amplia dimensión desesperada. Bajo la tópica lluvia
redentora, que siempre proporciona ambiente a esta clase de secuencias, los personajes
deben lavar sus misteriosas culpas a través del dolor, del sufrimiento, del
martirio personal. ¿Pero de qué son culpables? El resto de la película apenas nos cuenta una historia de amor previsible entre adolescentes guapos, ricos, que
viven en amplios apartamentos en el centro de Barcelona, que tienen aficiones
artísticas, encuentran trabajo sin dificultad y pasan largas estancias en Londres.
Si son culpables de algo es de vivir bajo un régimen moral añejo dispuesto a advertir a nuestros jóvenes de los peligros de la independencia, la rebeldía, la transposición del camino marcado. A pesar de que en la película los adultos estén vacíos, sean adúlteros o incompetentes, o precisamente por ello, apropiándose de sus errores para su calvario particular. Es curioso que en ninguna de las dos películas surjan conflictos externos a los protagonistas: son sus sentimientos los que provocan la desgracia. Sus deseos de participar en un programa de televisión –¿pero de qué época estamos hablando?–, sus dudas emocionales, sus amores, sus inquietudes y preocupaciones.
Si son culpables de algo es de vivir bajo un régimen moral añejo dispuesto a advertir a nuestros jóvenes de los peligros de la independencia, la rebeldía, la transposición del camino marcado. A pesar de que en la película los adultos estén vacíos, sean adúlteros o incompetentes, o precisamente por ello, apropiándose de sus errores para su calvario particular. Es curioso que en ninguna de las dos películas surjan conflictos externos a los protagonistas: son sus sentimientos los que provocan la desgracia. Sus deseos de participar en un programa de televisión –¿pero de qué época estamos hablando?–, sus dudas emocionales, sus amores, sus inquietudes y preocupaciones.
Basta para apreciar la película el tratamiento dado a un tema tan controvertido como el
aborto. La subtrama que vive el personaje
de Nerea Camacho –protagonista de Camino (2008)
para más morbo añadido–, separada de la película como subtrama de relleno,
podría haber sido perfectamente un noticiario de los años cincuenta sobre
educación sexual. El pasado que persigue a los personajes es el mismo que
sigue implantado en la filosofía que destila Tengo ganas de ti. El cine español debería poder competir en
taquilla con la industria norteamericana, pero si este es el precio a pagar por
ello, quizás deberíamos reconsiderarlo.
Tengo ganas de
ti. Director: Fernando
González Molina. Guionista: Ramón
Salazar, basado en la novela de Federico Moccia. Intérpretes: Mario Casas, Clara Lago, María Valverde, Nerea
Camacho, Marina Salas, Álvaro Cervantes. 124 minutos. España, 2012.
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