Para
sobrevivir a las películas del británico Tony Kaye –a pesar de que ésta es todavía
la segunda si descontamos su documental sobre la polémica abortista– conviene siempre
dirigirse de lo concreto a lo más abstracto, del caso particular al retrato comunitario para no perderse en las piruetas de su estilo expansivo. En El profesor (Detachment, 2011), recién estrenada en salas españolas, su acerada
visión del sistema educativo brota de las confesiones del profesor suplente
Henry Barthes, al que ya se nos presenta como un ser insomne visitado por la tristeza que se contagia a través de su entorno más próximo.
Supondría así esta obra la realización subjetiva de sus recuerdos
–registrados en cinta por un incorpóreo entrevistador– en lugar de un análisis
profundo de las taras que posee la educación en los Estados Unidos, como se ha
querido enfocar estas semanas a raíz de las elecciones a la Presidencia del 6 de noviembre.
Aunque
Barthes simule protegerse tras una pátina de indiferencia, se
trata de un antihéroe destrozado, hecho pedazos, víctima de recuerdos violentos que le atormentan –de manera similar, en cierto modo, al Derek Vinyard de American History X (1998)–, y a punto de
perder el control sobre sus emociones así como descubrimos en la secuencia del
hospital, cuando desata su ira contra una enfermera que ha desatendido a su
abuelo enfermo. En el retrato artístico que una de sus alumnas le ofrece como
regalo, un Barthes sin facciones en su rostro observa un aula vacía,
fantasmagórica, de pupitres desiertos y espectrales. De hecho, su diálogo
relaciona la mirada, la capacidad para ver a los demás, con su posible
existencia fuera del mundo artificial de esas cuatro paredes. “Cuando me habla, siento que usted realmente
me ve” le declara su alumna a Barthes, como si los personajes de Detachment dependieran del profesor para
confirmar su autenticidad.
Aceptando, por tanto, esta teoría como mecanismo interno de la película –mucho más
interesante que la enésima crítica al sistema educativo–, los distintos planos
de la ficción serían proyecciones ilusorias de Barthes y su estado depresivo,
creados todos por las declaraciones de la entrevista inicial: los breves flashes de su pasado, los recursos
retóricos mediante animaciones y grafismos digitales, las visitas a su abuelo
en el hospital, las escenas de conflicto con estudiantes violentos, alienados o
vacíos; y así también las vidas del claustro de profesores que subsiste al
borde de la catástrofe, de la explosión final de sus crisis estáticas.
Durante cierta escena del film, uno de los profesores se sorprenderá también porque
Barthes tiene la capacidad de verle, de entrar en contacto con su masa corpórea,
pues el espacio del instituto acaba por conformarse en un purgatorio colectivo
acorde con el estilo hiperrealista, deformante, grotesco, que le imprime Tony
Kaye.
Bajo
la concepción de Detachment –cruda,
raspante y antipática película– como una ilusión construida por las depresiones
y el sufrimiento reunidos en torno al edificio de ese instituto, la referencia
a Edgar Allan Poe y a La caída de la casa Usher encuentra su significado como un “estado de las cosas” (state of being), un
sentimiento que sobrepasa la naturaleza de las palabras y engloba la atmósfera mortuoria que recubre la película.
Su bello epílogo que cruza los pasillos secretos y desiertos del edificio
–ese castillo tenebroso–, cubiertos por las hojas otoñales arrancadas de los
libros de texto, y en el que solo permanece Henry Barthes, el profesor temporal, el demiurgo impotente del drama, sería la figuración de
una enfermedad muy representativa del mundo actual en que vivimos.
Sería, así mismo, la clave musical, la justificación temática de todos los
excesos cometidos por la puesta en escena de Tony Kaye, cineasta al fin
rehabilitado de su histórico ostracismo para imprimir un punto extra de mordacidad y de polémica
–siempre provechosa– al cine independiente norteamericano de los próximos años.
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