La
trama criminal de Mátalos suavemente
(Kill them softly, Andrew Domink;
2012) está sustentada sobre un paralelismo entre atracos similares cometidos
con varios años de diferencia. Dos hombres con máscaras y armas de asalto acceden al
local donde se celebra una partida de póquer y se llevan la caja con el
beneplácito del anfitrión, que ha ideado un plan para robarse así mismo y salir
impune del crimen. Años después, dos expresidiarios deciden repetir el mismo
golpe con exactitud para que las sospechas recaigan de nuevo sobre aquél.
Hay algo curioso en ello, no obstante, y es que en el flash-back que nos narra el primer atraco, la sala es un cómodo
local de juego con una larga barra de titilantes vasos y lámparas redondas; los
jugadores ríen satisfechos y cuentan fajos de billetes entre sus manos
acostumbradas al papel. Aquellos eran los buenos tiempos del negocio, la época
dorada del sistema capitalista occidental. Cuando los dos protagonistas asalten de nuevo
esa misma partida, el local que se encuentran será un estrecho reducto de blancos
azulejos donde se hacinan los jugadores taciturnos, silenciosos, sin vida. Ante ellos, un
televisor que emite discursos políticos sobre la crisis
económica del país.
La
realidad que se extiende fuera de esa sala, o de esos bares a media luz, o de
esas oficinas destartaladas, es una sociedad decrépita que Domink satiriza
hasta terrenos de la distopía criminal. Calles fantasmagóricas, exteriores de
permanente lluvia, solares descacharrados. Aquel dinero que fluía con
naturalidad sobre las mesas de juego ha desaparecido durante la elipsis; se lo han llevado en un
tiempo indeterminado que nunca vemos, y por unos personajes que, además, nunca
aparecen en pantalla. Y solo han dejado los restos, las cenizas de aquella
ilusión. Al igual que hacía en El
asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (The assassination of Jesse James by the coward Robert Ford, 2007),
Dominik utiliza las formas del cine de género para descubrir su
decadencia contemporánea. La evidente nostalgia del relato por una época de esplendor queda reafirmada en
sus dos secundarios: Mickey, el asesino alcoholizado y adicto al sexo, y
Trattman, el hampón que dirige las mesas de juego. Uno está interpretado por James Gandolfini, el mítico personaje de
Los Soprano (The Sopranos, 1999-2007). El otro por Ray Liotta,
inconfundible protagonista de Uno de los
nuestros (Goodfellas, 1990). Es decir, dos leyendas del cine de gánsteres de los años noventa.
Dos figuras de ese pasado brillante y prófugo.
Consta
la película como una adaptación libre de Cogan’s
trade, una novelita negra de George V. Higgins que ya había sido llevada al
cine durante los años setenta. El cambio de título del film, no obstante, algo debería
sugerirnos sobre las referencias que Dominik maneja en su propuesta. Porque en ese Mátalos suavemente (Killing them softly)
ha de haber un eco –humorístico, sangrante– de Los asesinos (The killers), el famoso relato de Ernest Hemingway
que inspiraría el fatalismo romántico del noir
clásico. Lo que en una expresaba la brutalidad y la violencia implacable del
crimen organizado –título seco, directo como sus diálogos–, en la actual
recreación del neozelandés implica otro modo de asesinar, esta vez a distancia
como nos explica el personaje de Brad Pitt, sin manchas de sangre en la ropa ni
lamentos y lloros de la víctima. Los gánsteres
actuales cometen sus crímenes de forma elegante y calculada, desde el cobijo de
la sombra. No es un asunto personal, son negocios: América es un gran negocio. Y,
al igual que ocurría en aquel relato, es inútil huir del castigo porque antes o
después te atraparán. El sistema es solo una red controlada por un poder
inconmovible al que no le afectan ni siquiera los cambios en el despacho oval de la Casa
Blanca.
Mátalos
suavemente
debe mucho a la narrativa escuálida de Ernest Hemingway vía George V. Higgins,
su aprendiz. En lugar de construir una sólida trama alrededor del atraco a la
partida, el cineasta se detiene en una serie de secuencias
extrapoladas del conjunto y narradas con descreída naturalidad. Abundan en ella
las conversaciones banales sobre mujeres, anécdotas del pasado o hipotéticos negocios hasta que, de repente, sin previo aviso, surge el estallido de violencia brutal. Es como si nada de lo
que hablaran los personajes tuviera relevancia alguna para el curso de los acontecimientos,
que ocurren y se desarrollan según el plan preconcebido por alguien superior. El capital, quizás. La mafia. El gobierno. Dios. Magnífica blasfemia, en ese sentido, la presentación de Jackie al ritmo
de The man comes around, el himno de
Johnny Cash a un apocalipsis regentado por el todopoderoso. Si lo que vemos en
pantalla –calles desiertas, edificios destruidos, nostalgia y desesperación– es
el apocalipsis del sistema capitalista, sin duda Jackie sería el
representante de esa deidad que viene a juzgar a los hombres por las acciones
que estos han cometido en vida.
Mientras
Barack Obama pronuncia su discurso de investidura en el televisor, las fuerzas
reales del país ejecutan su propia ley en las calles del barrio. El sueño americano
no existe. Desde el momento en que aparecen en pantalla, los dos rateros
protagonistas están condenados al fracaso. Ni siquiera tienen una oportunidad.
De hecho, la única aparición de la policía en la película es para detener a un
traficante de baja ralea a pesar de que, a su alrededor, y de forma invariable, se
están cometiendo flagrantes asaltos a las libertades del país. Desde la
literatura cínica de Hemingway, Mátalos
suavemente desemboca en el cine de Don Siegel, quien adaptara en 1964 el
relato Los asesinos en la despiadada Código del hampa (The killers, 1964). De haber trabajado Siegel hasta el día de hoy, su cine rondaría seguro el
estilo ejecutado aquí por Dominik. El género seco, reducido hasta los huesos. La concreción en los personajes y en las palabras hasta
caer en la abstracción de la forma pura. La
gran estafa (Charley Varrick, 1973)
o Fuga de Alcatraz (Escape from Alcatraz, 1979). El humor como enunciado de la crueldad
inherente al sistema. La honestidad del plano/contraplano. La
violencia impune. Y la frase seca, en
dos palabras: “ahora págame”.
Kill them softly. Director: Andrew Dominik. Guionista: Andrew Dominik,
basado en la novela de George V. Higgins. Intérpretes: Brad Pitt, Scoot McNairy, Ben Mendelsohn, Richard Jenkins, James Gandolfini,
Ray Liotta. 104 minutos. Estados
Unidos, 2012.
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