A
menudo ocurre que nos pasan desapercibidas películas buenas por la simple razón de serlo.
Películas bien hechas, sólidas, cerradas, esquivas a la discusión
polémica. Es el tipo de cine que representa Blue Valentine (Derek Cianfrance, 2010), una película
independiente de Estados Unidos que fue terminada en 2010 –de hecho, Michelle
Williams a punto estuvo de ganar el Oscar en aquella edición– pero que va a estrenarse esta semana en salas españolas alentada, suponemos, por la súbita fama lograda por Ryan Gosling a raíz de Drive (Nicolas Winding Refn, 2011). Nada tiene que ver, sin embargo, aquel thriller posmoderno con este melodrama seco, escéptico y austero
en el que ni siquiera suena la canción de Tom Waits a la que se refiere su título. En este Blue Valentine asombra por su ausencia
la falacia de la originalidad, pues no intenta demostrar nada nuevo y quizás
nada nuevo –examinándola al peso, como en las carnicerías– llega a contarnos.
Su director, Derek Cianfrance, carga con la cámara en
mano, sobre su piel, cercano a los rostros de sus personajes, para escribir de forma sincera un relato doloroso que le afecta en primera persona. Según se dice entre sus comentarios, la película vendría de lejos para el realizador, que ha convertido en obra filmada el
desahogo de su experiencia autobiográfica. Sea esto verdad o solo un rumor amplificado,
lo cierto es que el tiempo de reflexión ha sido útil y Cianfrance escribe desde
los rescoldos fríos del amor, con una madurez y una distancia dignas de elogio.
Como indica su título –en parte engañoso, en parte parcial–, Blue Valentine es una película sobre el
amor, pero no una película romántica sino una radiografía de ese sentimiento
esquivo.
La narración está dividida simétricamente en dos planos temporales que se miran
entre sí: el enamoramiento que conduce a la formación de una pareja y el desengaño posterior que culmina en la ruptura –y tranquilos
porque nada se descubre con este dato–. Marcadas las pautas desde el principio, el film se
pretende una indagación en el fantasma amoroso que une a los protagonistas
–Dean y Cindy, dos jóvenes de clase media baja– y que se evapora con el fragor
de la vida cotidiana hasta abandonarles a su suerte. La cámara de Cianfrance
rememora y escudriña las circunstancias de ese proceso para materializar ante nosotros la abstracción fantástica del romanticismo, la
fórmula del proceso químico que tiene lugar en nuestra mente. Por ello recurre a semejante
salto temporal; desecha el período intermedio como espacio de
tránsito y concentra su mirada en el éxtasis de ambos relatos –el génesis y el
éxodo amoroso– donde siente con mayor energía la intuición del sentimiento.
Esta misma película, sin embargo, se ofrece de forma paralela –desterrando su dimensión poética– a un análisis sociológico de dicha relación. Dean y Cindy son jóvenes de familias disfuncionales que se conocen en un momento especial de sus vidas. Se encuentran, de hecho, en un asilo de ancianos, al borde mismo de la muerte. Ella sale de una relación frustrante, desigual, incómoda. Él trabaja en una empresa de mudanzas y busca una chica especial que compense su rutina diaria. Coinciden en el instante ideal de sus vidas y su relación debe acelerarse por un embarazo inesperado. Pareja joven, hijo prematuro, cuentas sin saldar y un optimismo hipotecado a muy largo plazo.
Permite
la riqueza de la película, la espeluznante humanidad de sus actores, un
análisis frío y reflexivo sobre su amor. No obstante, este análisis siempre va a ser insatisfactorio. Debemos creer que hay algo más, algún tipo de conexión invisible que
los une y los desune, los eleva y los deja caer a lo largo del tiempo. Blue Valentine resulta tan hipnótica
precisamente por ello, porque nos obliga a buscar en sus imágenes esa figura vaporosa del romanticismo; en los ojos de Michelle Williams, en la sonrisa canalla de
Ryan Gosling, en una noche especial o en una canción significativa. Parece
sencillo todo lo que intenta, y consigue, Derek Cianfrance, pero eso significa justo lo contrario, el
mérito de su ingeniería para discurrir por un tema tan afilado mediante cauces accesibles
y armónicos. En último término, Blue Valentine
se convierte en una de esas obras conformadas como experiencia en primera
persona. De ahí los comentarios que la acusan de obra triste o deprimente, ya que el
público se ve forzado a traspasar la barrera del observador y vivir en su
grandeza esta historia de amor y soledad. Y entonces la película, en efecto,
duele.
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