Oscar
Wilde dijo una vez que “si quieres decir
la verdad a la gente, hazles reír. De otra forma, te matarán”. Aquellas
palabras tan certeras me han venido al recuerdo viendo la película de terror The cabin in the woods (Drew
Goddard, 2011), que es una buena muestra de la multiplicidad de formas en que
puede ser emitido un mismo mensaje. Si aisláramos su contenido desflorado
del contexto general, la película supone un lúcido toque de atención hacia los
estereotipos superficiales que pretenden retratar a los jóvenes en el género de
terror: el capitán del equipo de rugby,
el intelectual, la animadora descocada, la chica tímida, el fumeta… En el film de Drew Goddard –en
gran medida bajo la responsabilidad de Joss Whedon–, sus personajes resultan
ser, en realidad, esclavos de una empresa que manipula y simplifica sus
caracteres para adaptarlos al tópico previsto. Al igual que comentábamos hace
unos meses en la crítica de Tengo ganas
de ti (Fernando González Molina, 2012), la industria del cine parece
congratularse al describir a la juventud como irresponsable, ignorante o
violenta, y no por una consecuencia posmoderna, sino ya desde los años
cincuenta en el género de profesores con alumnos problemáticos.
The cabin in the
woods
podría haber sido entonces un ejercicio de responsabilidad sobre los cánones
del género. Pero ¿qué necesidad había de ponerse tan serios? En lugar de eso,
la película adquiere la forma de una delirante parábola de terror que, a base
de giros surrealistas, deconstruye sus esquemas narrativos y los reinscribe en
la paranoia conspiratoria. Su trama podría ser la idea loca de un guionista en
su día libre o la ocurrencia de dos amigos viendo un maratón de slashers de instituto. Durante la
primera media hora, el film nos ofrece un paseo por las escenas recurrentes del
género sin que falte ninguna de ellas. Semejante fidelidad, sin embargo, va
a causar de forma progresiva varias resquebrajaduras en el molde que nos
sugieren una verdad soterrada. La segunda parte del film agrandará estas
grietas en un viaje magistral convertido en museo viviente del horror, donde
todos los villanos del género se reúnen para conformar un homenaje, o una
invectiva, a su historia común.
Es
igual que la película caiga en manos de un espectador hostil al género que de
un seguidor enfervorecido –que, por supuesto, la disfrutará mucho más–. The cabin in the woods está diseñada
para cualquier tipo de público pues, desde el mismo punto de vista, conviven sin
inmutarse su crítica con su admiración incondicional. Hace visible, por
ejemplo, la perspectiva moralista en cuanto a temas sexuales que ha tornado recurrente
el asesinato de la chica más liberada en primer lugar. Desde el Halloween (1978) de John Carpenter se ha hecho imprescindible que muera además de una forma sangrienta como, efectivamente,
cumpliendo un rito de sangre a una deidad mayor. Sin embargo, nadie podrá negar
que esa recurrencia al sacrificio debe significar algo más profundo en el
inconsciente del público. La relación entre sexo y muerte, la satisfacción que
produce el castigo que sufren esos jóvenes desenfrenados, algo nos tendrán
que decir sobre nuestros patrones culturales –y sobre nuestros deseos ocultos, desde luego–.
Se
une, pues, The cabin in the woods a
una serie de películas que, en los últimos años, han revisado el género de
terror para evidenciar sus estereotipos. Grindhouse
(Robert Rodríguez y Quentin Tarantino, 2007) o Rubber (Quentin Dupieux, 2010) son dos casos gemelos que no prolongan
el género en ninguna dirección. Al contrario, dinamitan sus claves con la tela
común del disparate insaciable, la autoconsciencia, el manierismo que anuncia
un cambio inminente dentro de la industria. Comparada con ellas, la película de
Drew Goddard sería la más desvergonzada por la cantidad de giros argumentales
que transforman de forma incesante las reglas de su juego. Sería lógico que los
productores confirmaran una secuela –a día de hoy no está descartado– pero se
antoja difícil superar en su propio terreno a un divertimento rodado, además,
con semejante habilidad y poderío. Sin duda, la película de culto del pasado
año.
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