La
película comienza bajo un aguacero torrencial, insaciable. Las llamas que se
elevan de un bidón alumbran la silueta de un gato negro que cruza. Llega
entonces un extraño que es recibido por los ladridos del perro guardián. Golpea
la puerta con urgencia, grita y golpea la puerta sin que nadie acuda para responder
a su llamada. La lluvia arrecia. Se trata de Killer Joe (2010), la última película de William Friedkin
–aún sin distribución en nuestro país–, que recibe a su público con una clara
advertencia para extraños y turistas. En cuanto esa puerta se abra nada podrá
detener una cadena de catástrofes rodeadas de sexo, violencia brutal, dolor y
sufrimiento. Una comedia del director de El
exorcista (The exorcist, 1973) y The french connection (1971). Un perfecto regalo
envenenado.
Desde
hace unos años, se ha hecho consciente Friedkin de la pérdida irremediable de
aquel realismo hosco que le hizo grande. Basta ya de intentarlo más. Tampoco
puede esperar que le ofrezcan esos guiones que no ha recibido durante los
últimos treinta años. A nadie le interesa demasiado su carrera –para qué
negarlo– porque siempre ha sido un cineasta incómodo en Hollywood, hasta en los
tiempos en que el éxito de taquilla estaba de su parte. Por ello su único
resquicio ha sido empezar de cero en el cine independiente suburbial, reinventándose
a sí mismo desde las raíces de su vocación creativa. En concreto, adaptando obras
de teatro –sin riesgo económico alguno–, con las que está dispuesto a recuperar
su fama como el director que fue: el director de la oscuridad, del lado más
tenebroso, más sucio y sórdido del ser humano. El maestro hostil.
Sus
dos últimas películas podrían considerarse la venganza del hijo pródigo
norteamericano que no espera fiestas ni abrazos a su regreso. Algo de eso había
empezado a gestarse en The hunted
(2003), película en la que el camuflaje del cine de acción era usado para apuntar hacia
las contradicciones del patriotismo yanqui. En el fondo, una obra
insatisfactoria si la comparamos con los dos últimos exabruptos perpetrados en
colaboración con el guionista Tracy Letts, su alma gemela. Sin concisiones
hacia el buen gusto –las pocas que pudiera tener antes–, sin escrúpulo ninguno
como cineasta, tanto Bug (2006) como Killer Joe dibujan una sociedad enferma y enfermiza, estomagante, absurda, disfuncional.
Por sus imágenes desfilan en sucesión sádicos, asesinos, excombatientes trastornados,
pervertidos, violadores, mafiosos y otros monstruos, dignos sucesores de aquel
diablo que decidiera tomar por suya a una niña neoyorquina allá en los años setenta.
Al
igual que ocurría con Francis Ford Coppola –con el que Friedkin comparte una
situación muy similar–, hasta hoy conocíamos sus grandes películas y también
las malas, aquellos encargos asumidos como medio de supervivencia. Sin embargo
ahora, en esta última etapa, ambos han resuelto abrir una tercera vía, la de
las películas posibles. Killer Joe quizás
no sea una obra maestra. Quizás no haga ninguna más. De hecho, parece dirigida
por un estudiante de cine tan audaz como perturbado, nunca por un veterano
galardonado con varios Oscars de la Academia. Killer Joe es una sátira perversa, muy perversa, con muy mala
hostia. Se viola en ella a una chica retrasada. Tiene lugar una felación a un
muslito de pollo. Y todo concluye en una cena familiar, organizada por un psicópata,
en la que cada plano respira una sospecha de homicidio. Un sentido del humor
muy personal el de William Friedkin y que a los críticos más serios de los Estados
Unidos no les ha hecho ni pizca de gracia. Ni una triste y sola carcajada. Friedkin está
en plena forma.